domingo, 12 de octubre de 2014

El liberalismo en su laberinto



Comentario a El Liberalismo en su Laberinto[1]

Por Cecilia Abdo Ferez

El libro que presentamos lleva el título de El liberalismo en su laberinto, compilado por Atilio Boron y Fernando Lizárraga [Ediciones Luxemburg, 2014]. Se quiere aludir con este título principal –entiendo-, a la situación del liberalismo de estar entrampado, de estar en un atolladero, de estar sin salida. 

El libro hace un diagnóstico desde el título y lo explica a partir de acercarse, con cierta irreverencia (este no es un libro de filólogos o especialistas disciplinares), a la figura de quien fuera el principal teórico del liberalismo de las últimas décadas: John Rawls. Que fue/es (quizá) también su principal “rehabilitador-crítico”. Se acerca, además, en ocasión de cumplirse 40 años de la publicación de Teoría de la justicia, en 1971, y 12 años de la muerte de Rawls.

Pero el libro, en su andar, no sólo estalla la supuesta unidad del concepto “liberalismo” en diversas vertientes (liberalismo clásico o de los “padres fundadores”, liberalismo norteamericano, liberalismo tal como suena acá, libertarianismo o liberalismo conservador, liberalismo igualitario o igualitarismo liberal); sino que además pone en crisis también la identidad que supuestamente aparece contrapuesta de entrada al liberalismo: el socialismo.

El libro pone tanto en cuestión al Otro del liberalismo, que creo que éste es un libro que también podría llamarse “el socialismo en su laberinto”. Es decir, problematiza tanto la supuesta identidad antagónica del liberalismo (toda identidad es relacional, cierto que lo sabíamos) como para que entre en dudas de si con la palabra “socialismo” estoy incluyendo también a las diversas corrientes del marxismo, de las teorías y prácticas de la emancipación, de la socialdemocracia, e incluso ciertas líneas del anarquismo de izquierdas, que aparecen como vectores posibles de las relaciones de ellos con el liberalismo (relaciones que son de oposición/mixtura/coqueteo/rechazo abierto, en muchos de los artículos).

El libro retoma con irreverencia a Rawls, para hacerle justicia, en su osadía y en su desafío: Rawls sería el que pone los términos de una primera oposición, una oposición diría que irreductible, y que recorre todo el libro: la oposición entre liberalismo y neoliberalismo. Quisiera decir que está en el interés de Rawls el poner esa oposición como irreductible (una operación intelectual que creo que Atilio cuestionaría). Puesto en contexto en el libro, Rawls publica su Teoría de la justicia en 1971, esto es, cuando el presidente Nixon desacopla el dólar de su respaldo en reservas en oro y por tanto, quiebra el consenso económico de la postguerra, abriendo al triunfo del monetarismo; cuando comienza el ciclo de dictaduras en América latina para sofocar a los movimientos sociales que buscaban patrias más justas; cuando se retoma como forma de presión a los países del tercer mundo la emisión de deuda; cuando se empieza a desmantelar los estados de bienestar europeos, porque después del 68 se habría evidenciado que los gobiernos estaban sobrecargados de demandas y por tanto, era aconsejable la desmovilización social y el retiro del estado del gasto social para mantener la estabilidad y la autoridad política (los consejos de la Comisión Trilateral). En este contexto, en los ‘70, en el marco del premio nobel de economía a Friedrich Von Hayek y Milton Friedman, convalidados por un repliegue de la academia y de la ciencia política norteamericana en particular a posiciones positivistas, cada vez más “objetivas” (tomando por objetivo, lo desnormativizado y cuantificable), a Rawls se le ocurre renormativizar la filosofía política, volverse a preguntar por la justicia y reponer ese concepto de justicia como la “primera virtud de las instituciones sociales”. Una virtud que tendría el lugar de la verdad en los sistemas de pensamiento. 

En ese contexto de avanzada a desigualdades cada vez mayores, John  Rawls, desde Harvard (para no subestimar tampoco el contexto de producción de la obra), afirma que si las instituciones sociales existentes (las del incipiente neoliberalismo) no cumplían con esa virtud de la justicia, debían ser “reformadas o abolidas”. Y que decir esto no sólo no contradecía al liberalismo, sino que se fundaba sobre su mejor tradición, que la del contractualismo y la de Kant. O en otras palabras, que había una ruptura entre liberalismo y neoliberalismo, porque el neoliberalismo sostenía –como acá trabajan Atilio y Fernando-, que sólo puede preguntarse si es justa o injusta una conducta individual, pero no una estructura social, porque preguntarse por la justicia de una estructura social es como preguntarse por la justicia del cromosomas, del cosmos, de la piedra o de cualquier otro fenómeno biológico, al cual no se puede atribuir ni culpa, ni responsabilidad, ni justicia ni injusticia.

Esto es, para el neoliberalismo la sociedad no existe, existen los individuos, y por tanto, sólo de ellos –sólo de sus conductas- se puede dictaminar sobre lo justo o lo injusto, porque sólo ellos son agentes responsables.

Ante esta naturalización de la historia –ante el capitalismo devenido “segunda naturaleza”, una naturaleza que se vuelve tan análoga, tan adecuada a formas de racionalidad objetivistas-, Rawls vuelve a preguntar y a preguntarse algo simple, pero imposible: ¿son estas estructuras sociales –vamos a llamarle capitalismo- justas o injustas? ¿Son las desigualdades que en ellas se producen justas o injustas? Es decir, ¿estamos ante privilegios o ante beneficios compartidos?

Esa pregunta imposible, que es una pregunta por la totalidad en contextos hiperfragmentarios de producción de preguntas –los nuestros, lo de la operacionalización indefinida de las variables-, sigue sonando, 40 años después, y si se la arroja descontextualizada, a lo que acá Atilio llama una “intención noble”, o buena conciencia, o “filosofía”.

Y sin embargo, decir sólo esto sería injusto. Porque el problema no es lo que la pregunta imposible tiene de filosófica, de abstracta y de buena conciencia, sino que la incomodidad y hasta el fastidio que leer a Rawls sigue produciendo, lleva a enfrentarse a las preguntas que ya no sabemos cómo plantear, para que puedan ser primero, formuladas en un contexto académico, y luego, leídas en contextos tales que se resistan a ser neutralizadas como filosofía.  

En ese sentido, el libro pone en primer plano las tensiones del otro que está también en su laberinto, y al que se llama para generalizar, socialismo. Y se plantea cuestiones como éstas: ¿es necesario renormativizar el pensamiento de izquierdas? ¿qué tipo de renormativización no queda sólo en denuncia al capitalismo? ¿qué tipo de instituciones sociales socialistas se pueden plantear, de acuerdo a esa renormativización? ¿cuáles serían las relaciones del socialismo con el liberalismo y con los gobiernos efectivamente existentes? ¿Todo anticapitalismo es antiliberal o se precisa de un pensamiento de izquierdas que rescate lo mejor del liberalismo –pongamos, su teoría de los derechos-? ¿es posible conciliar democracia y liberalismo y capitalismo o el liberalismo, en su “involución autoritaria”, como la llama Atilio, será el escollo a toda ulterior democratización?

Estas preguntas, que son las que se hace el libro, planteadas así, siguen siendo abstractas, o como aquí ya hemos llamado –injustamente-, rawlsianas o filosóficas. Pero como el libro plantea este preguntas, desde este contexto latinoamericano y argentino en particular, donde las palabras tienen sedimentos históricos diferentes (pongo un ejemplo privilegiado: el concepto de “justicia social”), esas palabras se cargan de las experiencias históricas que hoy vivimos, a las que probablemente planteos como el de Rawls, o el de Nancy Fraser o de Axel Honneth, para citar algunos que trabajan temáticas similares, le sean “instrumentos útiles”, justamente por sus acervos liberales y justamente por la necesidad de producir hegemonías a partir de esos acervos liberales. Quiero decir, para parafrasear la conclusión del artículo de Fernando, quizá las experiencias de los gobiernos de izquierdas actuales de al –después de todo lo que ha pasado en el socialismo- puedan en acto abrir un otro diálogo –ya no sólo filosófico- con estos pensadores, porque son estos gobiernos los que han precisado y hasta inventado, a partir de la necesidad, nuevos principios de distribución de poderes, derechos y deberes, que es lo que estos pensadores están planteando.

Creo leer bien a Fernando, cuando dice que resulta alentador que el socialismo está ahora en condiciones de postular principios distributivos, algo que difícilmente podría haberse planteado con anterioridad a la irrupción de la teoría rawlsiana, y creo entender también lo que advierte Atilio, cuando escribe que los procesos en curso de Venezuela, Bolivia, ecuador no pueden ser antiliberales, pero que eso tampoco significa la adopción de la agenda clásica del liberalismo como límite.

Si preguntarse por lo justo situado, por la justicia social dicha así, en español y con este acento, si salir del atolladero del socialismo fuera recuperar estratégicamente este tipo de preguntas imposibles, como las planteadas por Rawls sobre la totalidad de la estructura básica social para reformularlas en una búsqueda efectiva de principios de distribución que produzcan igualdades donde no las hay, entonces hay un diálogo por reabrir con el liberalismo, con otras jergas y con otras ambiciones y desde tradiciones. Porque como dice Atilio, no se puede plantear en abstracto una teoría de la justicia con prescindencia de la teoría de la explotación, pero, agregaría, no se puede plantear ninguna de las dos teorías con prescindencia de la situación concreta en la cual se piensa, y allí, puesta en situación, la propuesta de Rawls podría ser algo más que filosofía. O quizá, en su mostrarse ingenua o limitada, señalar también una dificultad que la excede y que nos compete y que hace al laberinto en que estamos: la de cómo defender valores, en contextos como los de las ciencias actuales y su pretensión neutralizante.   

Así me parece que el libro pone a andar a Rawls, con irreverencia. Y lo hace un artículo, en especial: el de Hugo Seleme. Seleme toma en serio a Rawls y lo lleva más allá de lo que Rawls estaría dispuesto a llegar, pero siempre dentro de su sistema, con su jerga, con sus parámetros normativos. Se pregunta, casi emulando la actitud de ingenuidad, si la deuda externa argentina podría ser justa, de acuerdo a los principios rawlsianos del principio de justicia internacional, que para Seleme deben ser coherentes con los principios de justicia nacionales que Rawls plantea en su TJ.

Dice entonces que el principio de Rawls de “los pueblos tienen un deber de asistir a otros pueblos…” se acopla con el principio de ahorro al interior de una nación, por el cual la generación actual no puede dilapidar los recursos que facilitarán la vida de las generaciones futuras y que ambos principios son especificaciones del deber natural de justicia. Por este deber, los pueblos entre sí deben: 1) sostener las instituciones justas y decentes de otros pueblos, si existen; 2) promover el establecimiento de instituciones justas y decentes, si no existen. Estas instituciones deben fortalecer en todos los casos un gobierno autónomo.

Seleme se pregunta: si esto es así, frente a un gobierno que toma deuda de modo de comprometer las generaciones posteriores, ¿qué debiera hacer otro gobierno liberal? Rawls diría no intervenir. Seleme dice, que sería Rawls más coherente si dijera intervenir, de modo de evitarlo o reponer las instituciones que han llevado a una situación injusta o indecente. El texto, escrito en 2012, todavía no tiene en cuenta la situación actual, no de relaciones entre estados, sino privados entre y estados. Pero lleva a Rawls a los límites de su propio liberalismo, porque ya no es sólo un problema moral, sino las consecuencias económicas y políticas de ciertas posiciones morales y viceversa.
 
¿Qué efectividad pueden tener estas críticas? ¿Qué otra cosa que buenas intenciones son? Pensaría que hay aquí, como dije, posibilidades de asumir preguntas estratégicas, que son críticas a un modo de producir académicamente. Pero también diría que la pregunta por la efectividad tiene una persistencia que da cuenta de la incomodidad antes aludida, porque era la misma pregunta que Rawls intentaba espantar al decir que sean o no eficientes, la pregunta que cabía ante las instituciones sociales era si eran justas. Nosotros mismos preguntamos en términos de utilidad de las discusiones, algo que los ciudadanos frente a determinadas instituciones seguro hacen mucho más. Una pregunta que seguro repone, una y otra vez, los límites entre filosofía y política.


[1] Texto preparado en ocasión de la presentación del libro, el 8 de octubre, en Badaraco Libros, ciudad de Buenos Aires.