miércoles, 18 de julio de 2007

La obsesión por el traidor (Patología del trotskismo y otras vanguardias afines)

[El artículo que copio a continuación circuló primero por correo electrónico y pocos días después fue publicado en la edición digital del Periódico (8300), el 20 de abril de 2007. Escrito durante las jornadas decisivas de la huelga docente de Neuquén, un par de semanas después del asesinato del compañero Carlos Fuentealba, constituye una pieza que trasciende aquella coyuntura particular. Su autor, Bruno Galli, es profe de Historia, militante del sindicato docente de Neuquén (ATEN) y, como podrán comprobar, un agudo e implacable polemista].
La obsesión por el traidor (Patología del trotskismo y otras vanguardias afines)
Por Bruno Galli
A diferencia de muchos, nosotros no creemos ni en los burócratas ni en los traidores, aunque sí en las brujas. Y que en Aten las hay, las hay. Por eso no da para que en cada lucha tengamos que escuchar 10 acusaciones de traición por segundo, como si el gremio fuese un criadero de vampiros que engordan merced a las escuálidas ubres de las maestras. ¿Qué mal les aqueja a los “compañeros” de los partidos de izquierda y otras agrupaciones? ¿Podrán revisar ciertos prejuicios sin incurrir en pecado de revisionismo? ¿Asumirán una crítica sin vivirla como un trauma similar al que supone una conversión religiosa? No somos optimistas. Con ellos es difícil debatir en serio: discutir, incorporar, refutar, aprendiendo del otro e intercambiando opiniones divergentes sin necesidad de tildar al otro de “reformista” o “forro de la burocracia”. Igual esperamos se inicie una reflexión con el fin de abandonar ciertas prácticas que conspiran contra sus intereses, que en algunos casos son también los nuestros. Pero si ello no fuera posible, y si acaso primase la esterilidad, queda el testimonio de que un sector, compuesto por dos militantes, por lo menos se lo hizo saber.
Tener la conducción de un sindicato puede ser un buen negocio muy rentable. De hecho, la gran parte de ellos son organismos putrefactos, que sólo sirven para enriquecer a sus dirigentes o son usados como trampolín político para algún futuro puesto político que los una. En la mayoría de ellos no hay oradores, ni asambleas, ni distintas listas, ni seccionales de ideologías diversas, ni críticas a la conducción, ni dirigentes que luego de cumplir su mandato vuelvan a laburar. Y ni siquiera se vota un plan de lucha porque rara vez lo hay. Si de casualidad hay paro, lo decreta el dirigente por celular, lo anuncia por los medios de comunicación, lo garantizan sus matones, y al que no le gusta palo y a la bolsa. La huelga se termina cuando el capo mafia arregla con la patronal en cuestión. Y después todos callados a laburar como si nada hubiera pasado. En estos sindicatos la izquierda no suele tener cabida, y si de ojete tiene a un militante infiltrado, éste suele ocultar su filiación política por temor al inmediato despido o las trompadas, más veloces aún que cualquier telegrama.
Si bien es cierto que en Aten se incurre en algunas detestables maniobras (sobre todo a la hora de presentar las mociones y en el recuento de los votos) que éstos y otros eventuales gestos burocráticos existan no nos habilita a hacer extensiva la calificación a todo el gremio ni a su conducción, mucho menos si se los compara con el resto de las burocracias sindicales que hemos descrito más arriba. De hecho no existe organización puramente democrática. Y es por eso que un balance debe ser ecuánime, tomando la totalidad de los elementos y no juzgando jamás en abstracto. Y prueba de en Aten la cosa no es tan grave es el hecho de que buena parte del progresismo y la izquierda vernácula terminen, de una u otra manera, participando allí. Sí, en Aten se puede participar.
Tan es así que podemos enumerar ciertos rasgos que son propios de este sindicato, como su predisposición a la lucha, sus vínculos con organizaciones hermanas, la permanente combatividad de su militancia, su nutrido activismo con recambio generacional, su democracia interna o su constante oposición a los gobiernos de turno. Y a pesar de esas infundadas acusaciones de corporativismo (¿qué gremio no es corporativo?) también es cierto que Aten no se preocupa únicamente por las cuestiones salariales y económicas sino que es un sindicato con marcado carácter político: abarca las cuestiones educativas generales pero también interviene en otros campos (2302, derechos humanos o reforma constitucional, por citar algunos ejemplos).
Pero si es extensa la lista con las virtudes atenienses, hoy sin embargo queremos destacar otra cosa que también define al sindicato, y es que Aten posee una gran base de maestras y profesores que, afiliados o no, se sienten representados por su organización. Y tan representados se sienten que participan en ella, que son la organización. Pues si hay algo que el gobierno, los medios de comunicación y la sociedad neuquina finalmente admitieron es que, en este punto, el gremio docente es distinto a los otros sindicatos burocráticos que pululan por ahí.
Lo entendieron todos, todos menos la izquierda. Y es que la diestra no ve que cuando se habla de ATEN se hace alusión a todos los docentes, o por lo menos a gran parte de ellos. Cuando se oye que ATEN corta las rutas o que ATEN llama al paro se está haciendo mención a los docentes en general. Tan es así que gran parte de la sociedad neuquina repudia a los docentes en su conjunto y no únicamente a sus gremialistas. En el imaginario social son todos los docentes los que son vagos, faltadores, usadores compulsivos de licencias, zurdos y que más encima cobran bien. Y en algunos casos tienen razón. Ladran Sancho, señal que traicionamos
Un fantasma recorre Neuquén, es el fantasma de la traición. ¿A qué se debe esta histeria colectiva que amedrenta a buena parte del activismo neuquino? Varias son las razones. Desmenucemos sólo algunas.
1) En la lógica binaria de la izquierda, todo aquel que no siga la política x del partido revolucionario x está boicoteando, frenando o traicionando la lucha. Esto sucede porque ellos (el partido x) se ven a sí mismos como los únicos que encarnan la verdadera política revolucionaria. Ellos son la revolución. El resto de la sociedad se divide entre dos clases de enemigos: burgueses y burócratas, ambos en constante contubernio para engañar y frenar el empuje emancipatorio de la sociedad. Reza la sentencia: “La sociedad quiere pelear, el tema es que tiene direcciones traidoras que la frenan”.
Y fíjese usted cómo funciona la misma lógica pero en el caso contrario: Cuando efectivamente las bases luchan al ritmo de las conducciones son éstas últimas las que son arrastradas por el deseo irrefrenable de aquellas. Las bases les arrancan el paro a las dirigencias, las obligan a luchar, pero nunca jamás es al contrario, nunca son las dirigencias las que movilizan a las bases, pues admitir ello implicaría aceptar que puedan haber direcciones realmente combativas por fuera de su organización. Y eso, para la izquierda, es inadmisible. Por ello es que siempre piensan que los dirigentes de Aten traicionan a las bases aunque la realidad desmienta tal postulado: en Aten son las direcciones combativas y el gran activismo que se nuclea en torno a ellas las que movilizan al conjunto de los docentes. Rara vez es a la inversa.
Pero no, no hay caso. De hecho, la izquierda tiene preparadas las acusaciones de traición, incluso antes de que aparezcan las traiciones. Es que si hay algo que le sirve a la izquierda ése algo son los traidores. Sin traidores se queda sin razón de ser, desaparece, no puede intervenir políticamente. ¿Por qué? Porque si no hay traidores no hay motivo que explique que las masas no salgan a luchar. Si no hay traidores tampoco hay excusa para que las masas no se sumen a sus partidos. El traidor cumple así una doble función: por un lado los consuela de la efectiva apatía de la sociedad, por el otro, les oculta sus propias impotencias y fracasos ante ella. Por supuesto que en esta lógica jamás cabe pensar que la gente no quiera luchar permanentemente, que no quiera la revolución que ellos quieren y que no los quiere a ellos tampoco. ¿Por qué?
2) Porque en este enfoque simplista y cargado de voluntarismo, la izquierda cree que las bases son natural y ontológicamente revolucionarias. Nacieron para luchar contra el sistema y la burguesía, pero algo se los impide: la burocracia, el estalinismo y los socialdemócratas, en suma, los traidores. Esa es la única razón que explica que una maestra no quiera voltear a Sobisch para imponer las demandas de toda la clase trabajadora. De esta manera, falsean la realidad cuando le adjudican deseos e intenciones políticas a unas bases que no las tienen: los docentes quieren aumento salarial, además quieren voltear a Sobisch, e inconscientemente quieren el socialismo, lo que sucede es que al no saberlo, son las propias conducciones burocráticas las que obturan ese deseo, retrasan la toma de conciencia y frenan cualquier acción tendiente a ese fin.
Jamás verá la izquierda que a veces son las propias bases las que no quieren pelear, o que no quieren ir tan al “fondo”.Y menos podrá entender que amplios sectores del activismo, la militancia o la vanguardia tampoco quieran ir más allá (ese destino que, ellos dicen, objetivamente las circunstancias demandan). Cuando eso sucede, y las bases o el activismo se “frena”, o se cansa, o simplemente no quiere, entonces hay traición o capitulación. Hasta tirar a Sobisch no paramos, y el que no nos sigue nos traiciona.
Pero dadas así las cosas, el reconocer que las bases no son ontológicamente revolucionarias y que la culpa no es exclusiva de las direcciones, implicaría asumir además otra situación profundamente desmoralizante para el militante: conllevaría aceptar que hay razones más profundas que explican esta situación pasiva de la sociedad que no quiere tirar a Sobisch y que éste no es tan débil como parece, y que entonces la solución a ello supone políticas más complejas (quizás a largo plazo) que las simples arengas para luchar en el momento. Admitir esto también conllevaría renegar de esa abstracción típica de la izquierda que dice que el problema de la revolución es puramente subjetivo, o que es, para decirlo en su jerga, la crisis de su dirección revolucionaria. Implicaría, por ejemplo, responderse por qué siempre las bases docentes aceptan “sumisamente” las políticas moderadas de las conducciones o por qué tienen esas conducciones traidoras y no intentan sacárselas de encima siendo que constantemente van en contra de su espíritu de lucha.
O por qué se burocratizan las organizaciones o qué mecanismos genera la sociedad para favorecer y alentar el surgimiento de las burocracias. Concretamente, por qué la sociedad neuquina “tolera” al MPN desde hace más de 40 años. En fin, desterrar ciertos dogmas nos enfrenta al problema de resolver problemas para los que no tenemos respuestas rápidas, y mucho menos acciones.
3) Una cosa más. Para que dejen de tratarnos como boludos no está de más recordar que es esta misma lógica la que subestima la capacidad de reflexión de las bases toda vez que siempre se dejan frenar, engañar y traicionar por los burócratas sindicales que las conducen. ¿Quién quiere gente así, tan sumisa y obediente, que al primer grito o maniobra de un burócrata abandona la lucha y se va a dormir a su casa? Sucede que en el fondo, las organizaciones de izquierda sostienen la misma concepción de las masas que tiene la burguesía: la de que el pueblo es un rebaño de ovejas, y debe seguir siéndolo.
En el sistema capitalista, es rebaño para su propia explotación. En una situación revolucionaria, para su liberación. Pero siempre dirigida, guiada previamente desde afuera, nunca reconociendo que una emancipación debe ser obra de los mismos sometidos. ¿Y esa concepción que subestima a las bases acaso no es el germen de la burocracia? Sí también es burocracia. Paradojas: El fantasma del traidor se alimenta más cuando la política de esos partidos y agrupaciones no tiene aceptación en las bases. Y resulta claro que más fácil es adjudicarle el fracaso a un tercero que asumir la esterilidad de las políticas propias.
4) Otro axioma que atraviesa todas las acusaciones de traición: la asimetría real que existe entre los intereses de un sindicato y los de un partido revolucionario. Llega un momento en donde profundizar la lucha para un gremio significa cosas distintas que para una organización revolucionaria. Los gremios (y sus afiliados) pueden no querer voltear al gobierno e instaurar una asamblea constituyente, sino conseguir mejoras parciales (económicas y políticas). Los gremios, en este sentido, siempre serán vistos por la izquierda como organizaciones reformistas, corporativas, transitorias, limitadas, que quedan truncas a la hora de los bifes.
Pero esto se debe a que la izquierda misma concibe a los sindicatos únicamente como medios para conseguir sus fines superiores, fines que sólo pueden ser verdaderamente alcanzados a través del propio partido. Exacerbado narcisismo. Deseos y objetivos diferentes definitivamente no podrán ser armonizados. Entonces debiéramos reconocer que la izquierda puede luchar mancomunadamente con los sindicatos, pero sólo hasta un cierto punto. Tarde o temprano llegará la inevitable bifurcación: luego el partido será sacralizado arguyendo de que es el único que aspira a la política grande. Así fue escrito, así será. ¿Y por casa cómo andamos?
Dejemos de lado el problema de la propia burocratización de los partidos de izquierda que siempre tienen a los mismos dirigentes y que sus bases acatan la política como si de mandamientos se tratara. Obviemos este detalle y preguntémonos: ¿Por qué la figura del burócrata se troca tan rápidamente por la del traidor? Porque el traidor opera como el referente negativo que todo militante de izquierda requiere para su conformación como tal. A la izquierda le urge la figura del traidor incluso más que la del chancho burgués. En el traidor se depositan los odios y la causa de todos los fracasos. Él es el responsable de todos los males. Y esta imperiosa presencia se evidencia en el hecho de que resulte tan caro hablar de esto con los compañeros, justamente porque repensar la figura del burócrata o del traidor hace entrar en crisis toda una construcción (intelectual y emotiva) que buena parte de la militancia sostiene férreamente. El traidor es el combustible que nos permite seguir actuando, y a la vez oficia como un velo que oculta nuestra impotencia.
Así, es Aten (traidor y burócrata) el que no quiso tirar a Sobisch, y para nada se interpela por la responsabilidad de la sociedad entera, que nuevamente ocupará el sitio de engañada y frenada en sus deseos, siempre revolucionaria por naturaleza, pero nuevamente traicionada. “¡Ahí está Aten, nuevamente traicionando, negociando con la sangre del compañero!” Con argumentos morales y emotivos, la izquierda hace lo que ni el propio gobierno se atrevió a hacer: Cargar el muerto sobre la espalda del sindicato. La lógica del traidor sigue vigente. Y por supuesto que la traición y los traidores ya habían sido denunciados previamente. Y esa suprema claridad sirve como argumento adicional para sumar militantes. “¡Viste que era verdad que había traidores! ¡Ya te lo habíamos avisado y vos no me querías creer!” Desde el principio habían estado esperando que la burocracia asomara, cuando por fin aparece y una vez que la ven actuando, entre la bronca y el regocijo, se preparan para el gran momento: se confirman los pronósticos, ha llegado el momento del combate, para eso estuvimos preparándonos, es hora de salir a diferenciarnos y jugar el rol histórico para el que hemos sido llamados. Esos son los momentos críticos en los que peligra el sindicato. Mire cómo son las cosas. Tan entusiasmados estaban con la huelga general y tanto odian a la burocracia de ATEN, sin embargo durante esta larga huelga a ninguno de ellos se les ocurrió probar con un sencillo experimento: ir a volantear a las petroleras, a los taxistas, a las obras en construcción, a los empleados de comercio, a los barrios del Oeste. Pero volantear en serio, quedándose a charlar, insistiendo, explicando pacientemente a los trabajadores que había que echar a Sobisch para imponer nuestras demandas, y todo eso.
Si la dirigencia de Aten no quería hacerlo, tendrían que haber sido ellos los encargados de hacer el llamamiento popular a la insurrección. ¿Por qué no lo hicieron? ¿Qué hubiera sucedido? Nada. O mucho. Primero habrían conocido a la verdadera burocracia sindical, y en más de algún lugar los hubieran corrido a patadas. Segundo, habrían corroborado la apatía del movimiento obrero, y habrían tomado conciencia de que las masas no querían tirar a Sobisch, que muchos trabajadores cobran un buen salario y que con eso les alcanza. Y por último, como frutilla del postre, se habrían desayunado que buena parte de la gente tampoco simpatiza con la causa docente.
Resumen: Habrían cotejado lo lejos que está la población de algo así como una huelga general o una pueblada, certificando la eficacia del neoliberalismo y de 40 años de MPN, de redes de punteros y subsidios, medios de comunicación, etc., etc. ¿Será por todo esto que no fueron? ¿Será por eso que prefieren descargar sus impotencias sobre la “burocracia” de Aten?
La Gallina de los ovarios de oro
Lamentablemente este discurso de la burocracia y los traidores ha prendido en buena parte de la militancia y de los docentes en general. Incluso en los compañeros de la llamada “base”. Este discurso lleva inevitablemente al debilitamiento del gremio. Y uno les dice a los compañeros que un gremio débil y dividido no le conviene a nadie. Pero últimamente también hay que poner en duda eso. Y es que justamente por esta misma lógica sectaria, narcisista y antidemocrática, a la izquierda, a veces, le resulta indiferente el resultado final de un conflicto, o que el gremio docente reviente en mil pedazos. Siempre que a cambio de esto integren unos cuantos militantes a sus filas, grupo al cual ya habrán santificado con el rótulo de lo mejor de la vanguardia docente. A pesar de una derrota y un gremio desmovilizado, desde esta óptica, si lo mejor de la vanguardia se integra al partido, resulta de ello que el proceso revolucionario general habrá sido positivo, ya que ellos son y serán el motor del proceso revolucionario. Importa poco que sea a costas de fracasos, rupturas, desmovilización o bolsillos vacíos. Lo importante es el partido.
Pero para nosotros, que también somos militantes, el resultado de este conflicto no nos es indiferente. A nosotros sí nos sale caro que ellos crean que son la encarnación viviente de la emancipación de toda la especie, un anticipo de ella, su fuerza motora y los portavoces de un destino necesario. A nosotros sí nos sale caro, y tenemos que evitarlo a toda costa. Porque nosotros sí sabemos del rol absolutamente progresivo que juegan los gremios como Aten, que a pesar de no ser “revolucionarios” no por ello son burocráticos. Para nosotros Aten no es la fuente de todos los males ni el segundo enemigo después del enemigo.
Tenemos entonces que reflexionar. Porque la izquierda no valora en su justa medida el gremio docente neuquino. No ve que es uno de los sectores más combativos del país, que es vanguardia de luchas políticas, económicas e ideológicas. Que fomenta la conciencia de clase en sus afiliados, que también es un gremio de izquierda, pero sumamente vital, en donde conviven distintas tendencias y que es gracias a las luchas docentes que la izquierda alcanza un mínimo protagonismo. Y por supuesto, también pensar que si acaso el gremio tiene estos rasgos algo también se deberá a sus conducciones “traidoras” y “reformistas”.
Aten es uno de los núcleos de la lucha neuquina y fue vanguardia política en infinidad de oportunidades. Durante mucho tiempo fue un oasis en el desierto neoliberal. Su aporte a la cultura de la izquierda argentina todavía no ha sido estudiado en profundidad. Poco falta para que sea valorado en su justa medida. Pero la ceguera y el narcisismo, las frustraciones trasladadas en el otro y el sectarismo patológico de algunos pueden llegar a generar un efecto contrario al buscado.
Por arrogarse el monopolio de la lucha, quizás el peor mal que pueda cometer la izquierda es constituirse en un freno para ésta. De seguir así terminará dilapidando una gran fuente de riquezas, de la que ni siquiera tiene noción. Si seguimos por este camino ya de nada servirán que en un futuro no muy lejano se oigan, como quejidos melancólicos, las tardías autocríticas de quienes juran y perjuran que no eran concientes de estar asesinando a la gallina de los huevos de oro.

martes, 17 de julio de 2007

El silencio de las sirenas

Franz Kafka
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción. Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo.
Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.
Extraído de Biblioteca Digital Ciudad, www.ciudadseva.com

domingo, 15 de julio de 2007

Patagónicos y lombrosianos*

Adolfo Torres andaba masticando bronca. Después de tomar unas copas de caña, dio un hondo suspiro y salió a caminar sin rumbo. En una de las desiertas calles del pueblo vio a un jinete; era el hijo del hombre que tiempo atrás le había dado a Torres una paliza feroz. Se acercó y le pidió que lo llevara en ancas. El jinete fingió no haberlo oído, y siguió su camino tranquilamente, al paso. Torres le ofreció un cigarrillo. El jinete miró para otro lado. Un poco más adelante, la cincha del caballo se aflojó. El jinete desmontó para acomodar el recado. Torres, que lo seguía a pocos metros, apuró el paso mientras sentía un incontenible deseo de matar. Sacó un cuchillo que llevaba en la cintura, tomó al jinete por los cabellos, y le atravesó la garganta. Cuando vio que estaba bien muerto se alejó caminando, sosegado como la siesta. Tiró el puñal en la calle y se fue a la casa de unos conocidos. Al día siguiente les contó lo que había hecho. Luego lo arrestaron.
Corría el año 1905, en Neuquén. Apenas unos meses atrás, la ciudad había sido ungida como capital territorial. Joaquín V. González, por entonces ministro del Interior, había asistido a los actos y al pic-nic fundacional. Su presencia no sólo había insuflado aires de fiesta, sino también un soplo de positivismo nacional. La nueva capital era apenas un caserío muerto de frío, inerme frente al viento del desierto. Recluido en algún calabozo de la temible policía territorial, Torres quedó a merced del juez Patricio Pardo, quien de inmediato ordenó una pericia psiquiátrica. La tarea fue encomendada al médico Julio Pelagatti, experto en controlar la sanidad de las "chicas" de las casas de tolerancia, y a Eduardo Talero, emigrado colombiano, abogado, político y poeta1. Este último, desde 1903, era nada menos que el secretario de la Gobernación del Territorio. Años más tarde, durante su gestión como Jefe de Policía, tendría lugar la matanza de Zainuco, crimen perpetrado por una partida policial contra un grupo de presos evadidos de la cárcel de Neuquén.
Talero y Pelagatti pusieron manos a la obra. Midieron puntillosamente el cuerpo de Torres, calcularon su resistencia al frío, al calor, a los olores y al dolor. Lo interrogaron una y mil veces sobre las razones del crimen. El 26 de marzo enviaron al juez un estudio de 14 fojas, escrito de puño y letra por Pelagatti. Concluían:
"De todos los fenómenos que hemos estudiado detenidamente, opinamos que Adolfo Torres no es consciente del crimen que ha cometido, pues no tiene exacta noción del acto delictuoso, y que más bien que estar recluido en una cárcel, se debería alojar en un manicomio criminal, donde solamente podrá aprender algún oficio, pero nunca será susceptible de una cura regeneradora, pues ciertos sentimientos que son patrimonio de un cerebro bien evolucionado jamás se desperatarán en su masa encefálica que no pudo alcanzar todo su completo desarrollo. En resumen: la forma morbosa que afecta a este fenómeno de la raza humana que se llama Adolfo Torres, en nuestro concepto, se debe considerar como una de las más peligrosas para la sociedad, que por causas las más insignificantes puede ser gravemente dañada por los actos inconscientemente delictuosos a que con suma facilidad tiende un hombre cuyo sentido moral es profundamente pervertido".
Mucha tinta ha corrido sobre los alcances del positivismo argentino en su vertiente biologicista. Sin embargo, no deja de sorprender que en los confines del desierto patagónico, en un pueblo con aspecto y alma de Far West, rodeado de dunas inquietas y ríos ciclotímicos, las doctrinas de Cesare Lombroso y la Recapitulación de Ernst Haeckel hayan tenido tan buena y oficial acogida. Pelagatti y Talero estaban impregnados hasta los huesos por el clima intelectual de la Argentina de comienzos de siglo. El optimismo de los positivistas de la Generación del ‘80 estaba en retirada. Una sombra de escepticismo y temor a los conflictos sociales dominaba las conversaciones de la oligarquía criolla que leía con fruición la urticante prosa de Anatole France. Eran tiempos en que José Ingenieros y José Ramos Mejía se reunían para almorzar y discutir sobre criminología en el Instituto Frenopático de Buenos Aires. Eran tiempos en que Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista, podía lanzar una definición que revelaba su vulgar concepción del materialismo histórico: "Una fuerza primordial domina la historia: la tendencia al crecimiento indefinido del protoplasma"2 decía sin ruborizarse el creador de La Vanguardia, que nunca devino en vanguardia.
Pero mal podría decirse que el positivismo estaba muerto, sólo se había metamorfoseado. "No se crea que el espíritu del Centenario constituyó una corriente esencialmente contradictoria con respecto a las que predominaban hasta entonces" dice José Luis Romero. "Por el contrario -añade este historiador- las continuó en lo fundamental, pero vigilándolas severamente en sus deformaciones posibles y en sus vertientes peligrosas, bajo la impresión de los clamores que comenzaron a escucharse en 1889 y que volvieron a oírse una y otra vez en los años siguientes".3 Los dueños de la Argentina de principios del siglo XX se estremecían ante las crecientes protestas sociales, lideradas por inmigrantes europeos socialistas y anarquistas. Las políticas inmigratorias implementadas desde mediados del siglo anterior estaban causando perturbaciones en el cosmos liberal. La fantasmagoría del progreso sin fin comenzaba a diluirse lentamente y empezaban a oírse algunos inquietantes desvaríos nacionalistas.
Adolfo Torres, el matador del jinete neuquino, quedó en manos de dos claros exponentes del espíritu del Centenario. Pelagatti y Talero desplegaron toda su ciencia y determinaron que Torres no era responsable de sus actos. Era un criminal, sin duda, pero su culpa estaba exenta de responsabilidad. Es que solamente un ser humano dotado de todas sus facultades puede ser tenido como penalmente responsable de sus actos. Torres, en cambio, era un ejemplar anómalo, degenerado, más parecido a las bestias que a los hombres normales. La pericia psiquiátrica era contundente:

"El individuo que nos ocupa en el sentido antropológico criminal pertenece a una raza esparcida en la actual sociedad civilizada, semejante por sus caracteres somáticos y psíquicos a las razas inferiores actuales. Además encontramos en el criminal que estudiamos, no solamente algunos caracteres orgánicos y psíquicos que lo asemejan al salvaje, sino anomalías morfológicas y psíquicas también que no son humanas, que más bien son características de otros animales. Este hecho demuestra que el criminal casi siempre es un degenerado sea por degeneración atávica, por degeneración primitiva (detención del desarrollo) sea por degeneración adquirida en el curso de la vida" [...] Y puesto que el hombre tiende a regresar al filos primitivo del que por la ley natural de la evolución había salido para alcanzar a través de muchos siglos el grado presente de desarrollo y civilización, brota de este hecho la convicción de los antropólogos de que en cada caso de criminalidad tenemos que tratar a otras tantas formas morbosas cuya etiología, caracteres y morfología tenemos que buscar para establecer si son o no susceptibles de cura pues de ésta depende la suerte de estos seres desgraciados y la seguridad de la sociedad".

Antes de que el Iluminismo regara Europa con su lluvia de razones universales y abstractas, sólo había una forma de escapar de los tormentos judiciales: el reo debía ser catalogado como un monstruo o como un sujeto poseído por el "furor". Los crímenes contra natura eran, por lo general, inmunes al largo brazo de la ley. La idea del criminal monstruoso se filtraba de algún modo en el argumento de los peritos neuquinos. Sin embargo, el instrumental teórico al que apelaban era mucho más moderno. En el fragmento recién citado, se observa una versión casi calcada de las tesis epigenetistas que servían de base a la Ley Biogenética de Haeckel (la ontogenia recapitula la filogenia). Torres no había alcanzado el grado máximo de humanidad puesto que su desarrollo había quedado detenido en algún punto animalesco de la secuencia filogenética. O peor aún, este criminal había desandado el camino hacia formas ancestrales. Las fuerzas formativas que -según se creía entonces-, determinaban el progreso del embrión habían fallado y la resultante era este espécimen subnormal y peligroso.

El positivismo del siglo XIX, atravesado por una fuerte corriente biologicista, repudiaba las siempre dudosas explicaciones teológicas y metafísicas, y se proponía administrar las cosas humanas según los dictados de las inmutables leyes de la naturaleza. Fue dentro de este campo teórico que el italiano Cesare Lombroso fundó la escuela de Antropología Criminal. Según Gould4, sería injusto simplificar la teoría lombrosiana reduciéndola a un invariable conjunto de postulados, ya que sus estudios sufrieron cambios a lo largo de los años. Pero lo que no varió fue su convicción de que los caracteres físicos y somáticos de ciertos adultos indicaban una irreversible propensión al crimen. Dichos caracteres eran estigmas morfológicos, a veces hereditarios, a veces atávicos, que configuraban una inequívoca antropometría criminal. Las medidas del cuerpo determinaban las medidas morales del alma. El criminal era anterior al crimen.
Las tesis de Lombroso aparecieron publicadas por primera vez en L’Uomo Delinquente (1876) aunque resulta de especial interés el fuerte talante haeckeliano que la teoría experimentó en la edición de 1887. Dice Stephen J. Gould: "En un momento los argumentos de Lombroso toman un giro filético. Los estigmas del criminal nato no son marcas anómalas de enfermedad o desorden hereditario: son los aspectos atávicos de un pasado evolutivo. El criminal nato persigue sus modos destructivos porque es, literalmente, un salvaje entre nosotros y [...] lleva los signos morfológicos de sus pasado simiesco"5. Según Gould, para Lombroso sólo el 40 por ciento de los criminales tenían las marcas antropométricas que los predisponían al delito; los demás llegaban al crimen por razones externas como la furia, el alcoholismo o la indigencia. Pero el destino era inexorable para quienes portaban rasgos criminales en sus cuerpos. "La ética teórica pasa por estos cerebros enfermos como el aceite sobre el mármol, sin penetrarlo"6 decía Lombroso.
Convencido de que los caracteres animalescos o salvajes de los criminales eran producto de un estacionamiento ontogenético, Lombroso podía distinguir a un delincuente nato sobre la base de las siguientes marcas físicas: brazos relativamente largos, pie prensil con dedo gordo móvil, frente baja y estrecha, orejas grandes, cráneo grueso, prognato en una gran mandíbula, pelo copioso en el pecho del macho, y piel oscura. Además, los criminales por naturaleza exhibían muy poca sensibilidad ante el dolor físico y, al igual que los salvajes, no se ruborizaban, fenómeno éste que era descripto como "ausencia de reacción vascular". A estos trazos atávicos, que delataban un retorno hacia el nivel de los monos, se añadían a otras cualidades propias de ancestros aún más antiguos: grandes caninos y un paladar chato revelaban una lejana prosapia mamífera; la foseta occipital se asemejaba a la de los roedores o –lo que es lo mismo- a la de un feto humano de tres meses7. El científico italiano también sostenía que los niños eran delincuentes en miniatura, como consecuencia de resurgimientos atávicos. En el perfil psicológico de los pequeños Lombroso advertía rasgos tales como "enojo, venganza, celos, mentira, falta del sentido moral, falta de afectos, crueldad, pereza, uso de slang, vanidad, alcoholismo, predisposición a la obscenidad, imitación y falta de previdencia"8.
Talero y Pelagatti fueron aventajados discípulos de la escuela de Antropología Criminal italiana. Su admiración por Lombroso parecía no tener límite. Pensaban que el italiano era "el más ferviente apóstol de la antropología criminal". La teoría del apóstol merecía, entonces, ser examinada con sumo cuidado. Según los peritos territoriales, Lombroso había distinguido dos tipos de criminales: los que son tales por defectos orgánicos, congénitos o adquiridos, y los que delinquen por causas externas. Los epilépticos, los locos morales, los pervertidos, los idiotas, los imbéciles, los psicópatas congénitos y los criminales instintivos, todos ellos tenían cabida en la categoría de delincuentes natos o criminales instintivos, ya que sufrían todas estas formas patológicas degenerativas. "Estas diferentes agrupaciones son caracterizadas por fenómenos antropológicos, somáticos, fisiológicos y psíquicos, particulares y predominantes en cada grupo" sostenían. El sambenito lombrosiano le cabía perfectamente al desdichado objeto de sus experimentos.
Adolfo Torres era chileno y había vivido largo tiempo cautivo de los indígenas, cuya lengua hablaba a la perfección. No conocía empleo fijo, sino que se conchababa para tareas rurales. Tenía 19 años, pesaba 64,5 kilos y medía 1,65 metros de altura. Según el informe pericial, era "de buena constitución física y temperamento nervioso". Su piel era "consistente", sus "cabellos rubios oscuros y abundantes". Tenía "pelos escasos en la cara, en la eminencia púbica, en los testículos y otras partes del cuerpo. Exhibía "arrugas fronto-horizontales en todo el largo de la frente, una sobreciliar derecha con dirección irregular; patas de gallo a los dos lados". Su índice cefálico alcanzaba los 104 milímetros. El escrito de los peritos abunda en cifras. Sólo algunos datos, como el ángulo facial, no aparecen ya que, según explicaban Talero y Pelagatti, carecían de "ganiómetro y de doble escuadra".
Sin embargo, tuvieron suficientes instrumentos para determinar las "anomalías cránicas y fisionomónicas", a saber: "microcefalia, cracocefalia, occicefalia, cráneo asimétrico con convexidad en la región temporoparietal derecha, región temporoparietal izquierda plana; asimetría facial: mitad de derecha de la cara más convexa que la mitad izquierda; prognatismo de la mandíbula; frente aplastada no muy saliente; senos frontales bastante evidentes; aplastamiento del occípite no muy pronunciado, frente baja, ceja derecha más alta que la izquierda; mandíbula bastante desarrollada; apófisis lemurianas desarrolladas; mandíbula fetal". Aunque no pudieron hacer el examen oftalmoscópico de rigor, porque –otra vez- no tenían aparatos adecuados, los peritos neuquinos destacaron que los ojos grises de Torres tenían una gran movilidad y una visión poderosísima. Los dientes del muchacho chileno les llamaron la atención porque los caninos inferiores eran "más desarrollados que los superiores" y porque "la dirección de los incisivos [era] algo oblicua externa, con ausencia de los incisivos laterales". Torres era zurdo, y aunque no tuvo hijos no era onanista, añadían los investigadores. Como puede advertirse, los peritos observaron aspectos que les permitían asociar a Torres con un homínido primitivo (mandíbula grande, prognatismo, frente huidiza, caninos inferiores muy desarrollados), pruebas categóricas de una interrupción en el impulso embrionario y evidencia no menos irrefutable de su propensión al delito.
La pobreza del gabinete criminalístico neuquino jugó en algunos casos a favor de Torres: no había aparatos adecuados para ensayar su "reacción al estímulo mecánico, térmico [y] eléctrico". Pero sí se pudo determinar su "reacción pupilar poco desarrollada al estímulo luminoso, cutáneo, táctil, dolorífico". Nada dice el informe sobre el método utilizado para testear la reacción al dolor, pero no es difícil imaginar hasta qué punto habrán llegado para dictaminar que el reo era casi analgésico. El muchacho no exhibía parálisis ni paresis, pero sufría frecuentes espasmos tónicos y clónicos, contracturas, los temblores". De tanto en tanto, se sentía "empujado por la necesidad de caminar sin rumbo precedida por una especie de vahído". Así, hechas éstas y otras mediciones, los autores del informe pasaban a interpretar los resultados. Decían:
"[A]ntes de pronunciarnos sobre la naturaleza de la forma especial de delincuencia que nos ocupa tendremos que detenernos primero sobre el examen somático, segundo sobre el examen fisiológico, tercero, sobre el examen psicológico, pues como es científicamente reconocido las actividades mentales son la expresión más compleja de todas las funciones orgánicas, y por último sobre la anamnesis de la familia por noticias que nos ha podido dar el sujeto estudiado y la del mismo criminal, siguiéndolo por el ambiente en que ha crecido, factores éstos indispensables para formular un diagnóstico concienzudo y seguro. Si es innegable que la mayoría de los delincuentes revelan caracteres somáticos especiales, casi siempre de carácter degenerativo, es también cierto que algunos de ellos no demuestran todas aquellas notas antropológicas que los revelan, a primer aspecto, perteneciendo a la familia delincuente. Tal es el caso que estudiamos en que algunos caracteres antropológicos faltan, mientras que abundan otros que son de especial característica".
Como se vio, muchos de los caracteres antopométricos de Torres coincidían perfectamente con la tipología criminal propuesta por Lombroso. Pero, con cautela, los peritos territoriales advertían que sólo con esto no bastaba. Los factores externos, es decir, su historia familiar y su ambiente, también debían ser tenidos en cuenta a la hora de realizar un dictamen concluyente. Al trazar el perfil psicológico del reo, el dúo patagónico afirmaba que el muchacho era altanero pero a veces inexpresivo; que no tenía alucinaciones; que su memoria estaba poco desarrollada; que no deliraba, pero tenía amnesias de vez en cuando. Lo describían como un individuo de humor variable, que alternaba momentos de alegría con momentos de melancolía. Para determinar si era responsable de sus actos, debían escudriñar en los sentimientos morales de Torres, y en tal sentido anotaban:
"Estando triste piensa en su crimen y a veces se arrepiente porque dice en la reclusión ha sido abandonado por todos, no hallando quién le alcance una copa de agua o un cigarrillo. Los sentimientos afectivos son muy escasos, desearía tener mujer pero nunca casarse. Aunque pertenezca a una familia religiosa, él se ha olvidado de todas las prácticas que en la niñez le habían enseñado, no tiene sentimiento moral al punto que confiesa que, si hallara un objeto, dinero o animales ajenos, no tendría escrúpulos en robárselos, con tal de estar seguro que nadie lo hubise visto. Siente remordimiento de lo que ha cometido solamente porque ha perdido su libertad. Queda impasible si se le dice que su pena durará toda la vida. El grado de instrucción es casi nulo. Estando en la cárcel se ha dedicado a aprender la lectura. Sabe firmar con la mano izquierda. La conducta en el establecimiento no es mala pero siempre demostró tener horror al trabajo. No tuvo nunca ideas de suicidio".
La falta de remordimiento constituía un dato clave. No era "normal" que alguien no sintiese al menos un poco de contrición después de haber matado a sangre fría. Los peritos patagónicos comenzaron a pensar que estaban frente a un caso de locura moral. Además, estaba probado que el ambiente había sido poco propicio para que Torres desarrollara algún apego a las normas morales. "No pudimos conocer nada acerca de la herencia directa y atávica" decían, no sin antes calificar como casi nulas las condiciones de civilización del homicida. La única norma de Torres era la libertad, algo decisivamente peligroso.
El dictamen final se hacía esperar. Yendo tal vez más allá de lo que el juez les pedía, Talero y Pelagatti se detuvieron a fundamentar su opción teórica. Discurrieron largamente, con notable erudición, sobre varias corrientes de la ciencia criminalística, sobre todo italianas y francesas. Cabe peguntarse, en este punto, por qué se afanaron por describir y analizar con tanto detalle el cuerpo y la mente de Torres, cuando les hubiese bastado con conocer sólo el crimen para aplicar el castigo. El nudo de la cuestión radicaba en la moderna e influyente noción de "individuo peligroso", etiqueta que sin más vueltas los peritos neuquinos le estamparon el reo.
Según Michel Foucault, hacia el siglo XVIII, el derecho civil y el derecho canónico ya contemplaban situaciones asociadas a la locura, la imbecilidad o la furia. Pero tiempo después, los juristas se enfrentaron con crímenes aberrantes, contra natura y sin razón aparente, los cuales hicieron tambalear el andamiaje legal. Los criminales no mostraban ningún síntoma de locura; eran casos en que el crimen surgía, en palabras de Foucault, desde "un grado cero de locura" 9. Sobre la base de esta creciente casuística fue modelándose una explicación que tendría su hora de apogeo en el siglo XIX y que los peritos patagónicos no desconocían: la monomanía homicida. Se trataba de "una alienación que tendría como único síntoma el crimen mismo". "Lo que la psiquiatría del siglo XIX inventó -explica Foucault- es esa identidad absolutamente ficticia de un crimen-locura, de un crimen que es todo él locura, de una locura que no es otra cosa que crimen. Tal es en suma lo que durante más de un siglo ha sido denominado, monomanía homicida"10. Andando los años, se acentuó la tendencia a "psiquiatrizar" el aparato jurídico. Los médicos se convirtieron en especialistas en el móvil del crimen y empezaron a tratar al cuerpo social como un organismo vivo. En este contexto surgió otra teoría que también fue considerada por Pelagatti y Talero: el alienismo. Los alienistas sostenían que la locura estaba ligada "a condiciones malsanas de existencia (superpoblación, promiscuidad, vida urbana, alcoholismo, desenfreno) y era percibida como fuente de peligros, para uno mismo, para los demás, para el entorno y también para la descendencia por mediación de la herencia".
A la monomanía y la alienación, debe añadirse aún otra corriente criminológica que fue usada para analizar el caso de Adolfo Torres: la degeneración. Siempre según Foucault , hacia el último tercio del siglo XIX, la noción de monomanía comenzó a ser abandonada. Por un lado, la ciencia psiquiátrica admitió que ciertas enfermedades mentales podían afectar los instintos, los afectos y el comportamiento, dejando intactas las funciones del pensamiento. "Pero la monomanía -asegura Foucault- fue abandonada también por otra razón distinta: por la visión según la cual las enfermedades mentales evolucionan de forma compleja y polimorfa y pueden presentar en determinado estadio de su desarrollo síntomas específicos, y esto no solamente a escala individual sino también generacional: tal fue la teoría de la degeneración"11. Talero y Pelagatti no vacilaron en calificar a Torres como un degenerado, y para ello se valieron de los conceptos que les ofrecía la Ley Biogenética de Haeckel, que les llegaba a través de Lombroso.
Finalmente, tras revisar unas cuantas teorías sobre la locura moral, pero siempre sobre la base de los postulados lombrosianos que identifican la locura moral con la criminalidad congénita, Talero y Pelagatti dictaminaban:
"En el caso que estudiamos no dudamos que se trata de un individuo con profundo pervertimiento del sentido moral lo que deducimos del examen somático, fisiológico y psíquico que expusimos. En efecto, este loco moral tiene muchos caracteres que lo acercan al delincuente nato y al epiléptico [...] Adolfo Torres no tiene desarrollada la noción de lo que es acción honrada y delictuosa, de lo justo y de lo injusto, de los deberes que tiene que cumplir y de los derechos que le pertenecen en la sociedad. Esta noción no ha sido capaz de adquirirla, sea por falta de educación, sea por incompleta organización cerebral que sin duda es de nacimiento por haber quedado su masa encefálica detenida en el desarrollo de su primera edad".
He aquí, otra vez, la Ley Biogenética de Haeckel: el cerebro de Torres había experimentado un detenimiento en su desarrollo, estacionándose en algún escalón inferior de la secuencia filética. Pero esta explicación no era suficiente para comprender la súbita aparición de la locura en un sujeto que no había dado señales de estar enfermo a pesar de que sus medidas lo tipificaban como delincuente. Algo estaba faltando para completar el cuadro. Lo que faltaba era la causa inmediata del arrebato de locura que lo convirtió en homicida. Talero y Pelagatti no se amedrentaron y echaron mano de la noción de "sacudida moral o transtorno" físico profundo que proponía Mandsley. Según los peritos, fueron sus largos años de cautiverio entre los indígenas los que, a la postre, actuaron como catalizador de la locura criminal de Torres. Por si acaso, añadían que una epilepsia hereditaria y el alcoholismo de padres o abuelos también podrían haber tenido algo que ver en el arrebato demencial del acusado. ¿Era culpable de su crimen Adolfo Torres?. Sí; pero no podía hallárselo penalmente responsable. Sus taras morales derivaban de una falla en el desarrollo ontogenético, y así lo atestiguaban sus caracteres físicos. El reo debía ser recluido en un manicomio. Era un individuo peligroso, esencialmente pervertido de su sentido moral, una amenaza para la sociedad. Pero no podía castigárselo. Modernos, al fin, los peritos neuquinos tenían -en este caso- razones suficientes para recomendar un poco de clemencia.
José Ingenieros, uno de los fundadores de la antropología criminal argentina solía comentar la siguiente anécdota autobiográfica. En el año 1900, cuando estrenaba su título de médico, un presunto criminal le pidió que actuara como perito de parte, con la esperanza de que obtendría un informe capaz de asegurarle una absolución. Ingenieros consultó a Ramos Mejía, quien le respondió: "No se meta en porquerías". Siguiendo esta admonición, jamás actuó como perito de los acusados. Talero y Pelagatti podrían haber adoptado la misma conducta prescindente, pero aceptaron el trabajo y recomendaron la internación de Torres, remedio que se les antojaba más piadoso que una cárcel.
Unas cuatro décadas más tarde, la justicia francesa en la Argelia ocupada no tendrá la misma misericordia con Meursault, el impasible asesino de El Extranjero, de Albert Camus. "¿Acaso ha demostrado por lo menos arrepentimiento? Jamás, señores. Ni una sola vez en el curso de la instrucción este hombre ha parecido conmovido por su abominable crimen" bramaba el fiscal. "Decía que en realidad yo no tenía alma en absoluto que no me era accesible ni lo humano, ni uno solo de los principios morales que custodian el corazón de los hombres" se explicaba Meursault. "Sin duda- agregaba el acusador- no podríamos reprochárselo. No podemos quejarnos de que le falte aquello que no es capaz de adquirir"12. Meursault fue condenado a la guillotina.
Referencias * Texto publicado en Lizárraga, Fernando y Salgado, Leonardo (2006) Las Vacas de Míster Darwin y otros ensayos (Publifadecs: General Roca, Río Negro), capítulo 6. Una primera versión de este artículo apareció en la revista Ciencia Hoy, Volumen 10, Nro. 59, Octubre-Noviembre de 2000, pp. 52-57. 1 El texto analizado corresponde a la pericia psiquíatrica firmada por Julio Pelagatti y Eduardo Talero, el 26 de marzo de 1905, en Neuquén. El documento original ha sido rescatado de los Archivos de la Justicia Territorial, por el Grupo de Estudios en Historia Social de la Universidad Nacional del Comahue (Gehiso). 2 Romero, José Luis (1987) Las ideas en la Argentina del siglo XX, Ediciones Nuevo País, Buenos Aires, p.77-78 3 Idem, p. 56. Gould, Stephen J. (1977) Ontogeny and Phylogeny, The Blelknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts-London, England, pp. 120-125. 4 5 Gould, Stephen J., op.cit., p.120. 6 En Gould Stephen J., op.cit., p.122. 7 Gould, Stephen J., op.cit., p. 123. Idem, p. 125. 8 9 Foucault, Michel (1993) La vida de los hombres infames. Ensayos sobre desviación y dominación, Editorial Altamira-Nordan Comunidad, Montevideo, Uruguay, p. 236 10 Idem, p. 239. 11 Foucault, M., op. cit., p. 251. 12 Camus, Albert (1996) [1949] El extranjero, Emecé, Buenos Aires, p. 128.

miércoles, 4 de julio de 2007

Marxismo, justicia y la mirada del Che*

Se nos ha invitado a reflexionar sobre la justicia y la desigualdad en el mundo contemporáneo. Sería ocioso detenerse a presentar un detallado inventario de las calamidades que plagan el mundo en la actual fase del imperialismo norteamericano. Sobran pruebas de que el nuevo orden imperial ha exacerbado las desigualdades dentro de los Estados y entre los Estados. La tercermundización del primer mundo es apenas una tendencia creciente que se añade a las ya centenarias e injustas asimetrías entre el Norte y el Sur. Pero no menos alarmante es el hecho de que no son pocos los que piensan que es imposible hallar las políticas correctas para reparar estas calamidades. ¡Si hasta Naciones Unidas se ha fijado el módico y algo culposo objetivo de reducir la pobreza extrema a la mitad para el año 2015! Una tal meta, lejos de ser un dato alentador, revela simplemente que en los planes de los dueños del mundo los pobres seguirán siendo mayoría y que sólo se aspira a mantenerlos con vida, como parte del fabuloso ejército industrial de reserva global. Hoy, resulta cada vez más evidente que la justicia y la igualdad no pueden ser alcanzadas en el capitalismo; cualquier cosa que se presente en su nombre debe ser puesta inmediatamente bajo sospecha. Por eso, la justicia y la igualdad -junto con otros valores de la tradición de izquierda, y de la tradición marxista en particular-, deben hallar una articulación teórica más precisa y convertirse en herramientas al servicio de un movimiento emancipatorio a escala global. Sin embargo, aunque podamos suponer que la izquierda es capaz de identificar y especificar los principios de la sociedad deseable, esto no implica que tenga la misma capacidad para hallar los mecanismos institucionales congruentes con tales ideales. Por lo tanto, es preciso, a un mismo tiempo, volver a los principios fundantes del socialismo y avanzar en la proyección de los modelos de organización social que los tornen viables. Desde América Latina puede y debe realizarse una contribución decisiva. En este sentido, considero que el pensamiento y la praxis revolucionaria de Ernesto Che Guevara proporcionan algunas de las claves para abordar los desafíos contemporáneos. No es mera coincidencia que el Che haya concebido su proyecto para el presente siglo. “El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada”, escribía el Che en 1965 (Guevara 1985: 267, VIII). Es interesante notar que incluso los intelectuales que nada tienen en común con el pensamiento socialista, como Ronald Dworkin, han admitido que, en el actual estado de cosas, la igualdad parece ser un ideal político en vías de extinción. Más aún, para este autor -uno de los más refinados teóricos del liberalismo igualitario contemporáneo- ninguna sociedad puede ser considerada justa si no adopta los mecanismos necesarios para lograr la igual consideración hacia los ciudadanos. La igualdad, para Dworkin, es la “virtud soberana” (Dworkin, 2000: 1). La potencial extinción de ideal de igualdad también ha sido advertida por miembros de la tradición marxista. Desde hace varios años, G.A. Cohen viene clamando por un retorno a los principios básicos de la justicia socialista, entre los cuales identifica las ideas de igualdad y comunidad. Es cierto, alega Cohen, que la izquierda no ha conseguido especificar las políticas más idóneas para generar instituciones y prácticas igualitarias, pero semejante incapacidad no debiera ser tomada como una razón para abandonar dichos principios (Cohen, 2001). Quizás, sugiere Cohen, haya que seguir el ejemplo de los padres del neoliberalismo, quienes no trepidaron en remar contra la corriente hasta lograr que sus ideas se convirtieran en el sentido común de nuestros tiempos. Ellos se hicieron fuertes a partir de lar reafirmación de sus principios, no a partir de su negación. Tampoco le parece razonable el argumento de que la búsqueda de justicia e igualdad debe ser abandonada en presencia de una persistente escasez de recursos a escala planetaria. Al contrario, en tal caso -alega Cohen- la igualdad debe ser exigida aún con mayor vehemencia (Cohen, 1995: 10). Hace unos años, en el marco del debate suscitado por la teoría rawlsiana, según la cual la justicia es la “primera virtud de las instituciones sociales” (Rawls, 2000: 17), Amartya Sen se atrevió a poner el dedo en la llaga. “¿Igualdad de qué?” se preguntó el economista-filósofo bengalí, para luego proponer su interesante tesis de la igualdad de capacidades básicas (Sen,1998). El caso de Sen es uno de los muy contados ejemplos de un teórico que es tomado más o menos en serio por los diseñadores de políticas. Sin embargo, lo habitual -como lo ha demostrado Cohen respecto de la apostasía histórica del laborismo inglés- es que los gobernantes, especialmente quienes han sido ganados por el pragmatismo posibilista de la Tercera Vía, aborden el problema de la injusticia y la desigualdad con una ligereza alarmante (Cohen, 2001). En la actualidad, la mayoría de los programas políticos pseudo-igualitarios -muchos de los cuales dicen pertenecer a la tradición de izquierda- parten de la premisa de que, en el mejor de los mundos, las desigualdades seguirán siendo inevitables (Cohen, 2001:163-168). Ya no se trataría de lograr la igualdad, sino de administrar razonablemente las desigualdades. Así, la igualdad, estrella polar de la izquierda, para usar una feliz metáfora de Norberto Bobbio, se oculta tras el horizonte y es reemplazada por una constelación de construcciones vagas e impracticables como la igualdad formal de oportunidades, o la igualdad socialdemócrata que se conforma con el intento de mitigar las contingencias sociales. Así, con excepción de los teóricos y militantes inscriptos inequívocamente en la tradición marxista, parece que ya nadie se propone atacar la desigualdad fundamental, aquella que importa, es decir, la desigualdad de clase, la cual exige la abolición revolucionaria del capitalismo. Por ende, en este artículo parto de la premisa de que una auténtica justicia igualitaria no puede ser lograda mientras exista el capitalismo. De todos modos, hay elementos que permiten afirmar que el ocaso de la justicia, la igualdad y los demás valores emancipatorios es más ilusorio que real. Que los políticos tradicionales suelan omitirlos o tergiversarlos en sus discursos y programas no debiera preocuparnos demasiado, porque paralelamente a estos simulacros igualitaristas existe una vasta producción académica que, en los últimos años, ha procurado especificar las nociones de justicia e igualdad. Si bien este campo teórico ha sido dominado por pensadores igualitarios liberales, sus refinados aportes han sido recogidos por intelectuales y activistas inscriptos en la tradición marxista quienes se aplicaron a revisar los fundamentos normativos del materialismo histórico, logrando muy sofisticados desarrollos, aún no agotados. Asimismo, no es menos importante el hecho de que los propios movimientos sociales, que han cobrado fuerza desde Seattle 1999, hayan incluido a la justicia y la igualdad entre sus valores fundamentales. Desde luego que no hay acuerdo sobre qué se entiende por justicia y por igualdad pero, al menos, el debate está planteado. Es que, como señala Alex Callinicos, la igualdad es una parte estructural de la modernidad, y viene asociada a las luchas de los pueblos desde las grandes revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII hasta nuestros días (Callinicos 2000: 87). La moda posmoderna y las falsificaciones socialdemócratas no han logrado extinguir el impulso revolucionario de los valores inherentes al proyecto aún inconcluso de la modernidad. En este contexto, la teoría de justicia igualitaria marxiana sigue siendo una fuente de orientación ineludible para afirmar dichos principios y articular las políticas capaces de realizarlos. Por muy buenos que sean los argumentos en contrario, es posible sostener -con más y mejor evidencia aún- que en la obra de Marx hay una teoría de la justicia (Geras, 1990, 1992). Se trata de un dispositivo que permite, a la vez, realizar la crítica del capitalismo como sistema inherentemente injusto y postular las líneas generales de la buena sociedad que sólo es asequible en el comunismo. Los principios de justicia marxianos, inequívocamente explicitados en la Crítica del Programa de Gotha (1875) están ordenados jerárquicamente y corresponden a las fases inferior y superior del comunismo, es decir, al socialismo y al comunismo. Dichos principios han sido denominados como Principio de Contribución y Principio de Necesidades. El primero puede ser formulado del siguiente modo: “De cada quien según su habilidad, a cada quien proporcionalmente a su contribución laboral, después de que se han separado fondos para satisfacer necesidades económicas y necesidades comunes”. Por su parte, el Principio de Necesidades, principio de justicia comunista por excelencia, propuesto inicialmente por Luis Blanc y retomado por Marx, postula: “De cada quien según sus habilidades, a cada quien según sus necesidades”. Trasladar estos principios a la práctica representa un desafío enorme. Con buenas razones, G.A Cohen ha dicho que el socialismo ha tenido graves problemas para crear mecanismos institucionales congruentes con los principios marxianos. Es decir, el socialismo adolece de un déficit en el diseño de las políticas capaces de materializar los principios que estructuran la sociedad comunista. Sin embargo, no hay que ir muy lejos en el tiempo y el espacio para hallar una experiencia concreta en la cual se intentó, seriamente, poner en acción los principios de justicia comunista. La Revolución Cubana en general y, en particular, las iniciativas impulsadas por Ernesto Che Guevara a partir de dos dispositivos clave, el Sistema Presupuestario de Financiamiento y la tesis del Hombre Nuevo, pueden ofrecernos elementos muy valiosos para avanzar en la especificación y aplicación de los principios socialistas. Desde luego, no se trata de emprender una revisión arqueológica del ideario guevariano, sino de releer con ojos contemporáneos los magníficos desarrollos teóricos y prácticos logrados por Guevara y otros actores de la Revolución Cubana. Se trata de pensar y tener en claro cuáles debieran ser los modos de construcción del socialismo, si es que se quiere, efectivamente, alcanzar el ideal igualitario de la tradición que arranca en los utopistas, se perfecciona con Marx y Engels y tiene un hito insoslayable en Guevara. Adolfo Sánchez Vázquez lo ha dicho con su acostumbrada contundencia: “El Che es inconcebible sin el socialismo. Pero a su vez, el socialismo de Marx y Lenin es inconcebible sin el Che” (Sánchez Vázquez, 1987: 147). Regresar al Che supone, en buena medida, retomar el denominado Gran Debate Económico cubano de los años ‘60, el horno donde comenzó a forjarse el Hombre Nuevo. Aunque suene exagerado, podría decirse que el Gran Debate cubano, y especialmente las intervenciones del Che, anticiparon en buena medida muchos de los temas que hoy son parte de la agenda de los teóricos igualitarios. El Gran Debate fue, en esencia, una controversia sobre la justicia y la igualdad, y merece ser visto desde esta perspectiva. Pero no fue sólo un debate de principios; fue un debate sobre cómo poner en práctica dichos principios. No es casual entonces que el Gran Debate esté siendo revisitado en los últimos años. Francisco Fernández Buey ha dicho que se trató de “la última discusión seria sobre economía (política) del siglo XX; lo demás, lo que ha venido después, han sido discusiones sobre diferentes formas de la crematística” (Fernández Buey 2001: 16). En aquella acalorada y fraternal polémica de los años 1963 y 1964 confrontaron dos caminos sobre la construcción del socialismo: la vía soviética (el Cálculo Económico) y la vía cubana, propuesta por Guevara (el Sistema Presupuestario de Financiamiento). La vía soviética ha sido refutada dramáticamente por la historia misma; el proyecto guevariano quedó trunco en la práctica, lo cual constituye una buena razón para explorarlo nuevamente. De todos los asuntos que se discutieron en el Gran Debate, me interesa centrarme en el problema de los estímulos materiales y morales. Para ello, revisaré algunos antecedentes de esta discusión para luego examinar la respuesta que vislumbró el Che. Abordar la cuestión de los estímulos necesarios para que la cooperación social sea posible significa poner en discusión aspectos estructurantes de nuestras convicciones morales. Según Dworkin, la trama profunda de la moralidad está configurada en torno del par azar-elección (Dworkin, 2000: 443-444). Luego, si algo caracteriza definitivamente a la justicia socialista es el rechazo a la influencia del azar en los esquemas de distribución de las cargas y los beneficios sociales. Hay varias preguntas que derivan de este planteo: ¿en qué medida y por qué razones debería recompensarse a los individuos por el uso de capacidades que les han sido asignadas en la lotería natural? ¿Deben estas recompensas ser materiales o morales? ¿No es acaso una recompensa en sí misma el disfrute de talentos inmerecidos? ¿Cómo compatibilizar instituciones justas y motivaciones individuales egoístas? Estas cuestiones son antiquísimas, pero las respuestas han variado a través del tiempo. Algunas de ellas fueron bien conocidas por el Che y, seguramente, incidieron decisivamente en su pensamiento. ANTECENDENTES UTÓPICOS Se ha dicho que la controversia sobre los estímulos morales y materiales fue importada a Cuba desde la Unión Soviética. Esta es una apreciación, si se quiere, simplista por cuanto éste es un problema que atraviesa buena parte del pensamiento ético-político. Se puede incluso ir tan lejos como a Aristóteles para hallar la justificación de la virtud por la virtud misma, es decir, el rechazo a la búsqueda de ventajas indebidas (pleonexia). Ahora bien, el problema de los incentivos está inextricablemente unido a los orígenes mismos de la tradición utópica. No sabemos con certeza si el Che leyó a Tomás Moro, aunque sí sabemos, por medio de testigos confiables, que dedicó buena parte de su tiempo a la lectura de las obras de Fourier (cf. Kohan, 2003: 203). Es dable suponer que, de haber leído la obra de Moro, no habría dejado de advertir uno de los pasajes donde se discute el problema de los incentivos: el diálogo entre Rafael y Moro, en los primeros tramos de Utopía. Como se recordará, cuando Rafael procura explicar por qué se niega a ponerse al servicio de un rey, realiza una enfática defensa de la abolición de la propiedad privada. Dice el viajero: “[E]stoy completamente persuadido de que no puede hacerse ninguna distribución equitativa y justa de las cosas y de que aquella perfecta plenitud no existirá nunca entre los hombres a menos que esta propiedad sea proscrita y prohibida” (Moro, 1984: 112-114). Moro, el personaje de ficción, ensaya entonces una sugestiva objeción según la cual una sociedad basada en la propiedad colectiva es inviable en ausencia de incentivos materiales individuales. "Me parece que los hombres nunca vivirán en la abundancia allí donde las cosas son comunes, pues ¿cómo puede haber abundancia de bienes o de cualquier cosa donde cada hombre retrae su mano del trabajo? A éste el estímulo de sus propias ganancias no le impulsa a trabajar, sino que la esperanza que tiene en el trabajo de otros hombres le convierte en un holgazán. Entonces, cuando estén atormentados por la pobreza y sin embargo ningún hombre pueda defender para sí con ninguna ley ni derecho aquello que ha obtenido mediante la labor de sus propias manos, ¿no habrá por necesidad continuas sediciones y matanzas? Especialmente si falta la autoridad y el respeto a los magistrados, el lugar que pueda haber para hombres entre los cuales no existe ninguna diferencia es algo que no puedo imaginar" (Moro, 1984: 114-115). La objeción de Moro es simple y contundente. En una sociedad donde todo se posee en común, los individuos motivados por su egoísmo hallan muy racional el sentarse a esperar que otros trabajen por ellos, y esto conduce a la miseria, las sediciones y las matanzas. En ausencia de incentivos materiales, esto es, de la posibilidad cierta de gozar de los frutos del esfuerzo propio, es conveniente no cooperar. El que trabaja se expone a ser esquilmado por los demás, ya que no existen instituciones que garanticen una justa distribución de las riquezas. Desde luego, el comunismo que Moro ni siquiera puede imaginar es un comunismo primitivo. No asoman aquí ni los principios distributivos ni la idea de un dispositivo institucional que los haga factibles. Pero la fuerza de su objeción atraviesa los siglos y anticipa un serio problema para la acción colectiva: si se toman como dadas las preferencias egoístas y la ausencia de mecanismos distributivos, el comunismo deviene imposible. Como veremos, consciente de estos problemas, el Che se encargó, a un mismo tiempo, de promover una subjetividad y un entramado institucional congruentes con los principios de justicia comunistas. A finales del siglo XIX otra obra utópica volvió a tratar con bastante detalle el problema de los incentivos. Se trata de la novela El Año 2000. Una visión retrospectiva, escrita por el norteamericano Edward Bellamy, en 1888. El libro fue enormemente popular y alcanzó un nivel de ventas poco habitual. John Dewey, junto con otros intelectuales, consideró que -de todos los libros publicados en Estados Unidos desde 1885- éste fue el segundo libro más influyente, después de El Capital, de Karl Marx. El impacto de la novela de Bellamy en el pensamiento guevariano fue directo. Según refiere Orlando Borrego, el Che la leyó en 1962 y tanto fue su entusiasmo que se encargó de recomendarla a todos sus colaboradores (Kohan, 2003: 201-3). El dato no es menor: hacia 1962 el Che está distanciándose de la Vulgata soviética y se encamina hacia una ruptura radical con los postulados stalinistas. En la sociedad imaginada por Bellamy, Guevara hallaba cosas muy parecidas a las que él pretendía hacer en Cuba. “¡Léete esto! ¡Fijate qué interesante! ¡Cómo coincide con lo que planteamos nosotros!” le decía el Che a Borrego (Kohan, 2003: 202). El argumento de la obra de Bellamy es sencillo. En el año 1887, un rico joven burgués de Boston, Julian West, entra en un estado hipnótico y se despierta en el Boston del año 2000. Estados Unidos se ha convertido -por obra de un proceso evolutivo, no revolucionario- en un Estado socialista donde la riqueza se distribuye en función de las necesidades. West es acogido en la casa del Dr. Leete quien le va revelando las características de la nueva sociedad norteamericana. En uno de los pasajes iniciales, el joven venido del siglo XIX quiere saber cómo, en ausencia de mercado y estando prohibidas las transacciones comerciales entre individuos, puede distribuirse con justicia el producto social. Concretamente, en base a qué criterio se hace la distribución. West interroga: “¿Con qué título reclama el individuo su parte del presupuesto social? ¿Cuál es la base de la repartición?”. El Dr. Leete le responde: "Su título [...] es el hecho de ser hombre, y tal es también la base de su reclamación […] Es muy cierto [que el producto de un hombre puede ser superior al de su camarada]; pero el producto obtenido no tiene nada que ver con la cuestión, que no es más que una cuestión de mérito. El mérito es una cantidad moral; la producción es una cantidad material. ¡Singular lógica la que pretendiera resolver un problema moral con arreglo a un patrón material! No hay que tener en cuenta más que la cantidad del esfuerzo, no la del resultado. Todos lo que hacen lo que pueden tienen el mismo mérito. Las capacidades individuales, por brillantes que sean, no sirven más que para fijar la medida de los deberes individuales. Un hombre especialmente dotado, que no hace todo lo que puede hacer, tiene menos mérito que un hombre inferior como capacidad, pero que da su máximo esfuerzo [...] Actualmente nos parece muy natural que un hombre que puede producir dos veces más que otro, con el mismo esfuerzo, en lugar de ser recompensando debería ser castigado si no lo hiciera [...] partiendo del principio de que la capacidad determina la misión” (Bellamy, 2000: 93-94). Como se ve, el pensador norteamericano traza una línea entre la esfera de lo moral (el mérito) y la esfera de lo material (las recompensas, los incentivos). Tomás Moro, el personaje, no podía concebir una sociedad sin propiedad privada y sin recompensas al esfuerzo. El Dr. Leete no puede comprender la lógica que procura resolver un problema moral mediante resortes materiales. Las capacidades, según Leete, sólo fijan la medida de los deberes. Esta separación es crucial para comprender el alcance de la justicia comunista expresada en el Principio de Necesidades. En tal sentido, Cohen apunta que, según este principio, “lo que se obtiene no está en función de lo que se aporta, [porque] la aportación y la retribución son dos asuntos independientes”. Por ende, “el ideal del lema socialista originario representa un rechazo pleno a la lógica del mercado” (Cohen, 2001b: 163). Y más aún, no puede concebirse el socialismo si no se rechaza del modo más categórico posible la influencia de las circunstancias contingentes y moralmente irrelevantes. La fortuna de las circunstancias: "[...] es moralmente (aunque no económicamente) ininteligible como motivo para una mayor recompensa. Y mientras que la recompensa a la productividad debida al mayor talento inherente es -en efecto, desde cierto punto de vista ético- moralmente comprensible, es, no obstante, una idea profundamente antisocialista [...], ya que el mayor talento es en sí mismo una circunstancia afortunada que no requiere recompensa adicional” (Cohen, 2001b: 165). Los talentos y las capacidades debidas a la lotería natural no pueden tener ninguna influencia distributiva; al contrario, imponen deberes. Como veremos a continuación, el pensamiento y la obra del Che demuestran que fue plenamente consecuente con lo mejor de la tradición humanista y marxista. EL PROYECTO GUEVARIANO Antes de abordar el proyecto guevariano en particular, conviene realizar algunas precisiones. Es necesario señalar que el Principio de Contribución es propuesto por Marx sólo como una norma transicional, adecuada a la fase inferior del socialismo, pero de ningún modo como un principio de justicia plenamente comunista. Es que este principio tiene fallas fundamentales. Se trata de una norma apenas formalmente igualitaria, ya que su punto de partida consiste en considerar a los individuos únicamente como trabajadores. Como cada quien recibe una parte proporcional a su contribución laboral (menos las deducciones hechas para satisfacer necesidades económicas y sociales comunes) el resultado distributivo dista de ser igualitario. Por ende, si bien este principio tiene la ventaja de evitar el parasitismo capitalista, en tanto impide que alguien se beneficie sin trabajar, es defectuoso porque permite desigualdades en el ingreso por razones moralmente irrelevantes. Es decir, la distribución final de los bienes de consumo depende de factores contingentes como lo son la capacidad para esforzarse o el vigor físico, factores que Marx describió, acertadamente, como “privilegios naturales” (Marx, 1973: 425). Así, quienes han recibido mayores talentos en la azarosa lotería natural, obtienen a la postre mayores ingresos, independientemente de sus necesidades. Ahora bien, Marx pensaba que estos defectos eran inevitables, porque en la primera fase del comunismo no habría una suficiente abundancia, y porque las motivaciones individuales aún estarían signadas por los patrones propios de la sociedad capitalista. Por lo tanto, era esperable que los trabajadores se empeñasen en obtener mayores ventajas a partir del uso de sus talentos inmerecidos. La cooperación social dependería, pues, del uso de incentivos materiales bajo la forma de retribuciones proporcionales a la contribución individual. Así, hay en los escritos de Marx, una condena moral al usufructo de los “privilegios naturales”, pero al mismo tiempo una admisión pragmática de que no puede prescindirse inmediatamente de las motivaciones egoístas de los individuos. Esta duplicidad presente en la obra de Marx también se advierte en uno de los dispositivos más influyentes y polémicos de los últimos tiempos: el Principio de Diferencia postulado por John Rawls. Este autor, al igual que Marx, condena explícitamente la influencia de los factores contingentes en la distribución de beneficios y cargas sociales. Sostiene que: "[...] el principio de diferencia representa, en efecto, el acuerdo de considerar la distribución de talentos naturales, en ciertos aspectos, como un acervo común, y de participar en los beneficios de esta distribución, cualesquiera que sean. Aquellos que han sido favorecidos por la naturaleza, quienesquiera que sean, pueden obtener provecho de su buena suerte sólo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos […] Nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad” (Rawls 2000: 104). Sin embargo, la impugnación rawlsiana a los efectos distributivos de los factores contingentes es ambigua. G.A. Cohen ha identificado dos lecturas posibles del Principio de Diferencia en lo que toca a la admisibilidad de los incentivos. Por un lado, la lectura laxa impugna, como cuestión de principio, el uso de los talentos inmerecidos como base de reclamación de mayores incentivos; pero luego los permite por razones factuales, esto es, porque de no permitirse ventajas a los más dotados, éstos se negarán a seguir contribuyendo. Por otro lado, la lectura estricta supone que no hay razón para recompensar las ventajas inmerecidas y, por lo tanto, repudia la desigualdad basada en incentivos. Si los más talentosos y productivos se niegan a cooperar especulando estratégicamente con sus mayores capacidades, se convierten en chantajistas y, en consecuencia, se colocan a sí mismos por fuera de la comunidad (Cohen, 1992). Como veremos a continuación, estos problemas también estuvieron presentes en la discusión sobre los incentivos morales y materiales en la Cuba revolucionaria. Y fue el Che quien más contribuyó a encontrar una respuesta ajustada a los principios socialistas. La mayor parte de la literatura sobre el pensamiento guevariano enfatiza, con buenas razones, la importancia que el Che atribuyó al problema de los estímulos. Por momentos, pareciera que éste es el núcleo de su concepción de la justicia. Pero el Che se ocupó de precisar esta cuestión. En una reunión con sus colaboradores del Ministerio de Industrias afirmaba: “[E]l estímulo moral no es en sí el centro de toda la cuestión, ni mucho menos. El estímulo moral es la forma [...] predominante que tiene que adoptar el estímulo en esta etapa de construcción del socialismo, pero [...] tampoco la forma única” (Guevara, 1966: 435-436). Sin embargo, aunque los mecanismos de incentivación no constituyeran el centro del sistema de dirección económica propiciado por Guevara, sí representaban una diferencia específica respecto del sistema rival: el Cálculo Económico, propugnado por los partidarios del modelo soviético. En su artículo “Sobre el Sistema Presupuestario de Financiamiento” (1964), el Che sostenía: "Nuestro interés es hacer la comparación con el llamado cálculo económico; de este sistema hacemos énfasis en el aspecto de la autogestión financiera, por ser una característica fundamental de diferenciación, y en la actitud frente al estímulo material, pues sobre esta base se establece aquélla” (Guevara, 1964: 1). Y añadía: "No negamos la necesidad objetiva del estímulo material, sí somos renuentes a su uso como palanca impulsora fundamental. Consideramos que, en economía, este tipo de palanca adquiere rápidamente categoría per se y luego impone su propia fuerza en las relaciones entre los hombres. No hay que olvidarse que viene del capitalismo y está destinada a morir en el socialismo" (Guevara, 1964: 14). Para el Che, el uso de los incentivos materiales, esto es, las recompensas al ejercicio de atributos moralmente arbitrarios constituye una “necesidad objetiva” o factual, pero está lejos de ser algo normativamente justo. Es preciso insistir en este punto para desmontar cualquier impugnación de voluntarismo hacia Guevara: una y otra vez, en discursos públicos, en sus escritos y en las reuniones bimestrales en el Ministerio de Industrias, el Che reconoce la “necesidad” de los estímulos materiales. Pero se trata aquí de una necesidad en un sentido “débil”, puesto que son las actitudes de los propios sujetos quienes hacen que estos estímulos sean necesarios. Desde el punto de vista normativo, el Che sostiene que los estímulos materiales son algo “negativo”, un “mal reconocido”, un “mal necesario”. Un mal, normativamente, no puede nunca ser necesario. Se trata de una necesariedad factual, en línea con la interpretación laxa del principio rawlsiano y con la visión pragmática de Marx. Los estímulos materiales, en definitiva, se conceden para evitar una “huelga de los talentosos”. El Che tenía en mente los principios de justicia marxianos cuando abordaba problemas de justicia distributiva. Esto puede observarse en sus reiteradas alusiones a los mismos en sus escritos y discursos, y en la importancia que le atribuye a la Crítica del Programa de Gotha en algunos de sus artículos más importantes. A su manera, el Che elaboró una concepción general sobre la construcción del socialismo que bien puede tomarse como una concepción de la justicia comunista. En 1963, decía: "El socialismo económico sin la moral comunista no me interesa. Luchamos contra la miseria pero al mismo tiempo luchamos contra la alienación. Uno de los objetivos fundamentales del marxismo es hacer desaparecer el interés, el factor ‘interés individual’ y provecho, de las ‘motivaciones psicológicas’. Marx se preocupaba tanto de los hechos económicos como de su traducción en la mente. El llamaba a eso un ‘hecho de conciencia’. Si el comunismo descuida los hechos de conciencia puede ser un método de repartición, pero deja de ser una moral revolucionaria" (en Tablada Pérez, 1987: 45). Interpretada a la luz de los principios de justicia marxianos, en esta concepción general se observa, por un lado, el rechazo normativo al Principio de Contribución y, por otro, la defensa de un esquema distributivo basado en la superación de las motivaciones egoístas. Nada dice el Che sobre el Principio de Necesidades, pero no es antojadizo presumir que el mismo se encuentra inscripto en la “moral revolucionaria” que postula como sinónimo de comunismo. La impugnación normativa al Principio de Contribución es bastante clara. El Che advirtió en numerosas ocasiones la enorme influencia de la mentalidad capitalista en el esquema de motivaciones individuales. De allí su insistencia en remarcar cuán fuertemente pesaban sobre el desarrollo de la sociedad las “taras” heredadas del sistema anterior, entre ellas, el egoísmo universal que impulsa la búsqueda de mayores beneficios individuales. Al señalar la necesidad de combatir el “interés individual” y las “motivaciones psicológicas” propias del capitalismo, el Che no hacía sino repudiar categóricamente la distribución basada en la persecución de los beneficios individuales. El “socialismo económico sin moral comunista” no era otro que el que resultaba de la aplicación estricta del Principio de Contribución, el cual, como vimos, permite la influencia distributiva de los “privilegios naturales”. Debe notarse que el Che dice que este socialismo económico no le interesa, lo cual no significa que, en los hechos, este tipo de esquema distributivo pueda ser evitado. Si se permite la incidencia de dichos factores contingentes es por razones prácticas, y no porque el esquema resultante sea considerado justo. Es que, fiel a la concepción marxista y humanista, el Che pensaba que los “privilegios naturales” no deben conceder ventajas, sino fijar la medida de los deberes. En este sentido, en 1961, durante una conferencia en el Ministerio de Industrias el Che afirmaba: "Ésta es la tarea de todos, y todos tenemos que ponernos a pensar en la manera mejor de cumplir el plan. Y cuando haya, en un centro de trabajo, por ejemplo, un grupo de hombres, o algún obrero, que sobresalga enormemente de los demás por algunas virtudes naturales, que pueda cumplir su plan en menos tiempo, cumplir las metas diarias, las metas mensuales, ese hombre, si es un buen revolucionario, debe ir al banco de al lado, a la máquina de al lado, al grupo de al lado, y dar sus consejos para que todo el mundo progrese en la misma forma. Es decir, el plan también, como una característica de la época socialista, junta a las personas. Nadie es responsable solamente de su tarea. Como en un ejército, la tarea de cada uno es muy importante, pero si no hay una tarea conjunta y pareja, no puede tener ningún resultado la heroicidad de un hombre o el trabajo desmedido de un obrero en un solo lugar. Como se mide es con el trabajo conjunto” (Guevara, 1985: 182, V). Este párrafo contiene al menos tres elementos fundamentales. En primer lugar, una explícita indicación de que las “virtudes naturales” no pueden ser tenidas como fuentes de ventajas individuales. Al contrario, los más dotados tienen que poner al servicio de los demás tales talentos excepcionales. Segundo, esta actitud del “buen revolucionario” es frustrante si se realiza en soledad. En otras palabras, el altruismo universal, separado de un esquema de reciprocidad, no puede prosperar. Tercero: hay una herramienta concreta para asegurar la cooperación social: el plan. En definitiva, se requieren a un mismo tiempo actitudes solidarias y esquemas institucionales concretos que canalicen dichas actitudes. Por lo expuesto, es claro que para que los estímulos morales prevalezcan se requiere, entre otras cosas, la existencia de actitudes y sentimientos que conformen un auténtico ethos revolucionario encarnado en una comunidad justificatoria ante la cual los estímulos materiales exigidos por los más talentosos deban y puedan ser rechazados. Esta es la tesis fuerte de G.A. Cohen contra la lectura laxa de la justicia rawlsiana. Pero un tal ethos, asentado sobre el principio de comunidad y una noción de igualdad voluntaria, no resulta de un cambio repentino en la psicología moral de los individuos, sino de mecanismos decisorios muy concretos y racionales. En este sentido, el cambio en las motivaciones psicológicas, según el Che, debía ser consecuencia de un proceso educativo a gran escala, de una toma de conciencia generada a partir de convertir a la revolución en una “gigantesca escuela” (Guevara, 1985: 258, VIII). El ethos revolucionario se constituía en la práctica revolucionaria misma. No era un acto de súbita iluminación. En el lenguaje de la teoría de los juegos, consistía ni más ni menos que en convertir el Dilema del Prisionero en un assurance game, es decir, en transformar los ordenamientos de preferencias dictados por el egoísmo universal en un ordenamiento basado en la solidaridad ( Sen 2001; Elster 1984: 46). En un artículo publicado a finales de los ‘70, Allen Buchanan sostuvo que el “interés de clase” es la única motivación revolucionaria que aparece explícitamente en los textos marxianos. Según este autor, ni la coerción, ni la apelación a los principios morales, ni los beneficios organizativos que se obtienen en la práctica revolucionaria misma constituyen motivos suficientes para que la clase trabajadora llegue a concertar su acción revolucionaria. Considerando la revolución como un “bien público” y desde una variante del famoso Dilema del Prisionero, Buchanan concluía que, al evaluar las posibilidades abiertas a los individuos, la “racionalidad” recomendaba la inacción. Incluso si la revolución es para el mayor interés de los proletarios, y incluso si cada miembro del proletariado se da cuenta de que esto es así, en la medida en que sus miembros actúen racionalmente, esta clase no alcanzará una acción revolucionaria concertada [...] El punto no es que la inacción es compatible con la racionalidad. La racionalidad requiere inacción (Buchanan, 1980: 268-271). En consecuencia, tomados como individuos, los trabajadores siempre preferirían no participar en los esfuerzos revolucionarios, puesto que la estrategia dominante a nivel individual sería la del free rider. Sin embargo, Buchanan reconocía que la apelación a los principios morales era un camino mucho más promisorio para resolver el problema de acción colectiva. En este sentido, si es cierto que en la obra de Marx no hay -al menos explícitamente- una apelación a principios morales como motivadores revolucionarios, el Che ha realizado una enorme contribución ya que, precisamente, en al argumentar a favor de los estímulos morales y buscar dispositivos concretos para su instrumentación no hizo sino completar lo que había quedado sólo en borrador en los textos marxianos. El Che enfatizó, una y otra vez, que la acción colectiva dependía en buena medida de la existencia de dos dimensiones en las denominadas circunstancias subjetivas: la conciencia de la necesidad del cambio y la certeza de la posibilidad del cambio. La conciencia de que el cambio era necesario venía dictada por las propias circunstancias históricas; la certeza sólo podía generarse en la práctica misma, “catalizada” por la vanguardia revolucionaria y posibilitada por un plan que -como vimos más arriba- “junta a las personas”. El plan y el ethos solidario son instrumentos que niegan el capitalismo al negar el mercado. El plan ofrece no sólo las directrices de conducción económica, sino que representa -en tanto es concebido democráticamente- la cláusula de certeza necesaria para que la solidaridad sea posible. El plan, en definitiva, resuelve en buena medida los problemas de la acción colectiva al brindar certeza de reciprocidad a las actitudes solidarias. Otro tanto ocurre con el ethos comunitario. Según Cohen, esta combinación de reglas formales y ethos hacen que, en definitiva, el problema de la justicia y la igualdad, por razones de “certidumbre” (assurance) sea “necesariamente un proyecto social” (Cohen 2000: 176). La insistencia del Che en el rol de la vanguardia como catalizadora de las prácticas sociales debe ser interpretada desde este punto de vista. El ethos (el Hombre Nuevo) y el plan (el Sistema Presupuestario de Financiamiento) son los elementos que confieren la certeza para que el cambio social sea percibido como “posible” y no sólo como “necesario”. Pero además, para que los principios morales puedan traducirse en acción colectiva, esto es, para que el ordenamiento de preferencias egoístas sea sustituido por un ordenamiento fundado en la solidaridad, es preciso partir de una concepción del sujeto muy distinta a la que predomina en los artilugios teóricos de la economía clásica. El Che no era un iluso; conocía perfectamente las limitaciones impuestas por siglos de mentalidad capitalista. Sin embargo, se negaba a creer que el egoísmo universal fuese una barrera infranqueable. Lo decía con asombrosa consistencia: "Si la pequeña burguesía que es chata, falta de audacia por definición, puede acelerarse y puede ir sacando una serie de sus mejores hombres para ir ganando posiciones y avanzar ideológicamente, ¿por qué razón nosotros vamos a aceptar fatalistamente el hecho de que la clase obrera esté condenada por alguna razón histórica a avanzar con menos velocidad? Sinceramente me niego a reconocer eso" (Guevara, 1966: 148). La teoría economía convencional ha montado todos sus dispositivos en torno del individuo egoísta. G.A. Cohen ha dicho, con cierta amargura, que la humanidad ha sabido muy bien administrar el egoísmo y los vicios privados para sostener y desarrollar un ordenamiento social congruente con estos bajos instintos: el capitalismo. Lo que no ha logrado aún es diseñar una sociedad en torno de valores y actitudes solidarias (Cohen 2001a: 78-79). En tiempos del Gran Debate, mientras los soviéticos se aferraban a una visión convencional del individuo y sostenían un sistema de dirección económica que promovía, estimulaba y administraba las actitudes individualistas (el Cálculo Económico), el Che pensaba que los estímulos materiales no podían ser convertidos en la “palanca impulsora” de la economía. Al negarse a reconocer la imposibilidad de que la clase trabajadora experimentara el salto de conciencia necesario para sostener instituciones justas, el Che esta repudiando los fundamentos mismos de la economía basada en el Homo economicus. Diversos experimentos de laboratorio e investigaciones empíricas, tal como señalan Samuel Bowles y Herbert Gintis (2001), han demostrado que el famoso Homo economicus, en realidad, es menos universal de lo que se supone. En general, las estrategias individuales mantienen un notable sustrato de solidaridad y reciprocidad. Se ha verificado que los individuos son usualmente proclives a algún tipo de colaboración, sin que esto implique un altruismo universal. Concretamente, las experiencias señaladas demuestran que los sujetos están dispuestos a colaborar y a castigar implacablemente las estrategias no cooperativas. Uno de estos experimentos, realizado por Oppenheimer y Frolich, probó que “[c]on mucho, el principio distributivo más exitoso fue el que garantizaba a cada individuo un sustrato mínimo de ganancias independientemente de su productividad individual” (Bowles y Gintis, 2001: 183). En consecuencia, no es cierto que los individuos siempre se comportan de forma auto-interesada; al contrario, puestos a escoger principios distributivos en condiciones “de laboratorio” su racionalidad les exige asegurarse un mínimo de ingreso para satisfacer sus necesidades y rechazar la distribución conforme a la contribución laboral. Podría conjeturarse, entonces, que las convicciones morales más profundas, incluso en tiempos capitalistas, dan preeminencia a los esquemas cooperativos y repudian la influencia de los factores arbitrarios; en suma, rechazan el Principio de Contribución. El origen de estas actitudes solidarias y recíprocas no está claro. Los autores mencionados suponen que se debe a una estrategia adaptativa específica, propia de cientos de miles de años de evolución, que ni siquiera el capitalismo ha logrado borrar. Esta es una muy mala noticia para Friedrich Hayek, para quien el capitalismo había logrado superar la solidaridad propia de la horda. La densa antropología de Hayek se hace añicos ante la evidencia empírica. Y esta misma evidencia viene a reafirmar que el Che no estaba equivocado al negar la universalidad del egoísmo como principio estructurante de las instituciones socialistas. Su proyecto del Hombre Nuevo no era una bella utopía, sino que residía sobre una correcta percepción de las motivaciones profundas de los individuos. EL HOMBRE NUEVO En una de sus conversaciones con sus colaboradores en el Ministerio de Industrias, el Che se enorgulleció de haber logrado en Cuba un sistema coherente con los principios socialistas: "Y nosotros preocupados, ya no solamente por el socialismo, además de eso, establecemos, creo que por primera vez en el mundo, ya lo podemos decir sin que suene petulante, por primera vez en el mundo un sistema marxista, socialista, congruente o aproximadamente congruente, en el cual se pone al hombre en el medio, se habla del individuo, se habla del hombre y de la importancia que tiene como factor esencial de la Revolución" (Guevara, 1966: 562). Mucho se ha escrito sobre el humanismo guevariano, sustentado en una lectura creativa de la tradición marxista y de la tradición revolucionaria latinoamericana. Ahora bien, al insistir en la centralidad del hombre en la revolución, Guevara estaba poniendo en discusión el locus de la justicia. En los últimos años, ha prevalecido en la filosofía política -especialmente en las corrientes de prosapia rawlsiana- una visión según la cual el objeto de la justicia no es otro que la denominada “estructura básica de la sociedad”. Sin duda, esto significó -como dicen Alex Callinicos y Brian Barry- un gran avance para la tradición liberal (Callinicos, 2000: 17). Sin embargo, si bien es posible concebir una sociedad cuyas instituciones sean justas, ésta será apenas “accidentalmente” justa si, al mismo tiempo, no se logran actitudes consecuentes con dichas instituciones. Si las actitudes de los individuos son contrarias a los principios que sustentan las instituciones, el sistema no es estable. Lo deseable, entonces, es una sociedad “constitutivamente justa”, con instituciones justas e individuos suficientemente motivados para sostenerlas (Cohen, 2000: 131-132). Es desde esta perspectiva que deben observarse y evaluarse los principales desarrollos teóricos y prácticos de Guevara: el Sistema Presupuestario de Financiamiento y el Hombre Nuevo. El primero constituye un entramado institucional de dirección económica, compuesto de múltiples subsistemas; es un sistema congruente con la concepción general guevariana y con los principios de justicia marxianos. El segundo es un proyecto destinado a modelar sujetos cuyas motivaciones sean congruentes con tales principios e instituciones justas (Tablada Pérez, 1987: 31). Ambos se combinan para lograr que el comunismo, tomado como meta deseable, posible, y factible, sea una auténtica “moral revolucionaria”, tal como lo indica la concepción general. El Che, al igual que Marx, siempre descargó su crítica al capitalismo desde una fina visión de la sociedad futura, articulada en torno del Principio de Necesidades, el cual torna posible la autorrealización individual en comunidad. Los defensores del Cálculo Económico, imbuidos de la ortodoxia stalinista, pensaban que la acumulación de riquezas generaría mecánicamente una conciencia socialista. De algún modo, suponían que el comunismo sería una sociedad que -en virtud de la abundancia plena- estaría situada más allá de la justicia. Pero si la productividad generara conciencia revolucionaria, ironizaba Guevara, el capitalismo daría lugar, automáticamente, al comunismo. Al abandonar los principios humanistas del marxismo y al concederle a los mecanismos de mercado un rol preponderante en la economía, los soviéticos y sus adláteres estaban, según el Che, obturando el tránsito hacia el comunismo o, peor aún, emprendiendo un camino de regreso al capitalismo. La NEP, concebida originalmente como un retroceso meramente táctico, se había convertido en la estrategia de la dirección económica y social del bloque liderado por Moscú. Desde La Habana, el Che clamaba por un camino diferente. Estaba dispuesto a sostener, en la teoría y la práctica, que en un marco de planificación centralizada, los estímulos morales eran económica y socialmente más eficientes que los estímulos materiales. La moral revolucionaria propuesta por Guevara era una condición necesaria para transitar hacia el comunismo. Las predicciones del Che sobre el derrotero de la Unión Soviética han sido corroboradas por la historia misma. Y su enfático repudio a la utilización de herramientas del mercado puede servir, hoy por hoy, para impugnar como inviables los proyectos que alientan la utilización de mecanismos de mercado en el socialismo. Al respecto, el Che sostenía: “[E]l estímulo moral con la autogestión financiera [estímulo material] sí que no camina ni dos pasos, se enreda en sus propias patas y se cae de cabeza” (Guevara, 1966: 447). Hacia finales de 1964, tras un breve viaje a la Unión Soviética, Guevara era aún más contundente: "En la autogestión lo que hay es una valoración del hombre por lo que rinde, que eso el capitalismo lo hace perfectamente. [S]i nosotros tenemos aquí defectos [éstos] no se corrige[n] por el método de darle un peso más a aquel que dé esto o un peso más a aquél que dé aquello, de ninguna manera" (Guevara, 1966: 565-566). Sus observaciones eran coherentes con lo que había sostenido meses antes, en su carta a José Medero Mestre: "Tras la ruptura de la sociedad anterior se ha pretendido establecer la sociedad nueva como un híbrido; al hombre lobo, la sociedad de lobos, se lo reemplaza con otro género que no tiene su impulso desesperado de robar a los semejantes, ya que la explotación del hombre por el hombre ha desaparecido, pero sí impulsos de las mismas cualidades (aunque cuantitativamente inferiores), debido a que la palanca del interés material se constituye en el árbitro del bienestar individual y de la pequeña colectividad (fábricas, por ejemplo) y en esta relación veo la raíz del mal. Vencer al capitalismo con sus propios fetiches a los que se les quitó su cualidad mágica más eficaz, el lucro, me luce una empresa difícil" (Guevara, 1985: 384, IX). Se observa aquí, una vez más, su profundo rechazo normativo a los estímulos materiales para la construcción del socialismo. En línea con la crítica marxiana al Principio de Contribución o, lo que es lo mismo, en línea con el repudio al “socialismo económico sin moral comunista”, Guevara sostenía que no hay diferencia cualitativa entre el capitalismo y un socialismo fundado en la persecución del interés material. En consecuencia, para alcanzar el comunismo, junto con una economía planificada era preciso construir una nueva subjetividad. De allí, el proyecto del Hombre Nuevo. Una y otra vez habrá que insistir en el carácter de no-acabado de este proyecto. El Hombre Nuevo guevariano no es un santo, no es un altruista universal; es, en todo caso, el hombre rico en necesidades del que hablara el Marx de los Manuscritos. Al poner las necesidades humanas en el centro de su concepción del comunismo, Guevara no hacía sino desafiar, una vez más, la ortodoxia stalinista y su perversa tesis de las necesidades infinitas. El Che nunca perdía de vista el ideal distributivo comunista, esto es, el Principio de Necesidades. Pero este principio, habitualmente, era asociado a dos extremos ilusorios: la hiperabundancia y la hipersocialización. La visión productivista de lo soviéticos enfatizaba la primera variante: las necesidades humanas, siendo infinitas, podrían ser satisfechas recién cuando las fuerzas productivas fuesen suficientemente poderosas como para lograrlo. Este absurdo planteo, fue categóricamente refutado por Ernest Mandel en el curso del Gran Debate. Si las necesidades humanas crecen hasta el infinito, el comunismo deviene imposible, aseguraba el economista y dirigente de la IV Internacional (Mandel, 2003: 267). La visión de la hipersocialización, sostenida por algunos soviéticos como E.B. Pashukanis, tampoco parecía recomendable, en tanto podía leerse como una abrogación de la individualidad. El Che, en cambio, no partía de la premisa de una abundancia sin límites, ni aceptaba la anulación de la individualidad en la comunidad. Su artículo “El Socialismo y el Hombre en Cuba” (1965) está dirigido, precisamente, a refutar la tesis de la hipersocialización. El Hombre Nuevo era, entonces, una respuesta creativa frente al horizonte de moderada escasez y moderada generosidad, para tomar la descripción clásica de las denominadas circunstancias de justicia. De allí que el Che dijera: "[...] para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole moral fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo material, sobre todo de naturaleza social" (Guevara, 1985: 259, VIII). La tesis del Hombre Nuevo no supone superabundancia material ni, por supuesto, una hipersocialización asfixiante y negadora de la individualidad. En este sentido, el Hombre Nuevo es aquél que está dispuesto a sostener instituciones justas y que, a la vez, está preparado para limitar sus necesidades en torno de criterios democráticamente establecidos como razonables. Así, concebido como arquetipo, como modelo para armar, es la pieza maestra para hacer factible la justicia comunista expresada en el Principio de Necesidades, principio que se afirma sobre una idea de igualdad compleja, en tanto atiende a la diversidad de necesidades humanas y repudia los factores que son producto de la lotería natural y social. El Hombre Nuevo corresponde a ese hombre pleno que, en el marco de una suficiente abundancia material y de instituciones congruentes con los principios de justicia socialistas, hace posible el comunismo. Así, sin colapsar en un utopismo ingenuo, el Che recurría a lo que hoy se conoce como “imaginación utópica”. Al respecto, Callinicos afirma que, pese a que una alternativa de no-mercado parece muy lejana al sentido común de nuestros días, “[p]ara cambiar este estado de cosas se requiere, entre otros elementos, un renacimiento de la imaginación utópica, esto es, nuestra capacidad de anticipar, al menos en borrador, una forma eficiente y democrática de coordinación económica de no-mercado” (Callinicos, 2000: 133). Más aún, al analizar diversas propuestas alternativas a la economía de mercado, advierte que las actuales discusiones en el seno del movimiento anticapitalista inexorablemente transitan un camino que va “desde la teoría normativa a las especulaciones utópicas”. Por lo tanto, “sin importar cuán inteligible haya sido la negativa de Marx a considerar alternativas detalladas al capitalismo en el contexto del socialismo del siglo XIX, esta postura no es más defendible el día de hoy tras el colapso del stalinismo y de cara a una hegemonía neoliberal” (Callinicos, 2003). Puesto que la filosofía política y el marxismo en particular tienen mucho para ofrecer a las luchas emancipatorias, no es menor el lugar que debe concedérsele a la dimensión utópica inscripta en estas tradiciones. Y en este sentido, el proyecto guevariano representa un aporte fundamental para alcanzar ese otro mundo que es mejor y que es posible. NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA * Ponencia presentada en las III Jornadas Latinoamericanas de Teoría Política, Universidad de Sao Paulo (USP)-Clacso, Sao Paulo, 4-6 de julio de 2005. Bellamy, Edward 2000 [1888] El año 2000. Una visión retrospectiva (Barcelona: Ediciones Abraxas). Bowles, S. y Gintis H. 2001 “¿Ha pasado de moda la igualdad? El Homo reciprocans y el futuro de las políticas igualitaristas” en Gargarella, R. y Ovejero, F. (comps.) Razones para el socialismo (Barcelona, Buenos Aires, México: Paidós) pp. 171-194. Buchanan, Allen 1980 [1979] “Revolutionary Motivation and Rationality” en Cohen, M., et al (comps.) 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